A veces escribo. A veces nomas me da por moler

A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Si es que pasa el Temblor

Regreso a México pensando en el terremoto.
Ya son más de veinte años y sigo pensando en ese día. Primero porque poco antes de irme, tuvimos un temblor pequeño en el área de la bahía. Duró apenas unos dos segundos, pero todos lo sentimos en el restaurante donde Lois, Heath y yo nos echábamos la del estribo. Un poco después de la sorpresa caí en cuenta que el 19 sería el aniversario veintitrés del terremoto. Cinco grados en la escala de Richter desenterraron esos segundos infinitos de ocho puntos y un grado de espanto hace veinticuatro años.

Mis amigos saben que el 19 de septiembre a las once de la mañana sería inaugurado el Wu-I-Lan (El restaurante de mi familia) que más tarde, por obra y magia de los errores fiscales en los que se metió mi abuela, se convertiría en el Rincón Chino. El mismo que en Febrero de este año, mi hermano y yo nos encargamos de vender, para sorpresa de casi todos los que creían que ese escondrijo sobreviviría el segundo piso del periférico y los bufetes de cuarenta pesos de la competencia.

El Wu-I-.Lan, idea que nunca supe por qué mi abuela atesoraba tanto, fue inaugurado por la señorita Inéz Vargas de Núñez.
Escritora especialista en arte y literatura turca. Maestra de piano en la Escuela Nacional de Música de la UNAM. Que entre otras virtudes, poseía “ojos yin”. Era también astróloga caldea.
Todo en esa mujer olía a viejo, a reliquia arqueológica y orines de gato. Era una mujer extraña a la cual admire y temí con un respeto que ella misma inyectó en mi desde que la conocí con apenas días de haber nacido.

Reconozco que le hice algunas trastadas y que me caía mal que pensara que yo era la cumbre de lo peor que puede hacer una mujer. Tenía la maña de recordarme todo el tiempo mi falta de consideración a los viejos, lo cual es mentira y sus observaciones me caían justo en la punta del oxipuccio.

Pero la quise mucho, no sé bien si era por su capacidad de decir lo que pensaba en cinco idiomas distintos, o por el simple hecho de que fue ella la que adivinó mi futuro sin maquillar los detalles oscuros. Pocas veces se equivocó.

En sus últimos días, la señorita Inéz me regaló una última predicción.
Esta predicción sombría explicaba una supuesta “cruz astral” que pesaría sobre mis lomos cerca de cinco años. El único modo de sobrevivir a ese desastre astral sería por medio de un trabajo de conciencia a profundidad en el que yo tendría que pedirle a Dios que mejorara mi carácter. Eso y mantener las piernas cruzadas, sin intromisión alguna de cualquier falo que quisiera dorarme la píldora.

De todos modos acabé enredándome con Mr. Fulano durante más de cinco años y la supuesta cruz astral se convirtió en un susto en el ginecólogo. (Que no pasó de ser un susto y ya, gracias a Dios)

Han pasado esos cinco años, aunque en mi carta natal china, aún me esperan otros años más de mierda. Pero en realidad no me ha ido tan mal. Una que otra visita extemporánea al ginecólogo, kilómetros de bites en correos electrónicos que nada tienen que pedirle a Taylor Cadwell y finalmente y mucho vuelo a la hilacha.

Pero de cruces astrales y pesares como para cortarme las venas con galletas de animalitos, nada.
En 1984, la señorita Inéz hizo una predicción adecuada para el futuro restaurante Wu-I-Lan, basándose en la astrología caldea y creo que también en la numerología. Fijando con ello, el 19 de septiembre, antes de las once de la mañana o a las once exactamente como la fecha propicia para la inauguración del restaurante. De esta manera, el restaurante seria muy productivo y no sólo eso; tendría un “hijo” o varios.

Por supuesto, con el terremoto, apenas nos dio tiempo de inaugurar el changarro y en vez de bombo y platillo, la experiencia total fue un relajo.

A las siete y pico, no recuerdo los minutos, comenzó el temblor. Mi madre nos despertó a David y a mí que aun estábamos cabeceando y como dados de cubilete corrimos el pasillo que iba de nuestro cuarto hasta la sala y nos refugiamos al lado de la ventana, debajo de la columna principal.

Vivíamos en el condominio Insurgentes, en el número trescientos sobre la avenida homónima. Ya habíamos pasado por algunos temblores antes de ese y no estábamos asustados, aunque sospechábamos que algo andaba mal.
Con suerte, ese día no iríamos a la escuela y con suerte, nos ahorraríamos la monserga de ir a la inauguración del restaurante.

Cuando nos dimos cuenta del tamaño de los daños, ya eran las nueve.
Mi abuela, en su obsesión por inaugurar el restaurante en una fecha propicia de todos modos fue a sacar de su departamento apestoso del centro de la ciudad a la aterrorizada Inéz que juraba que la profecía se había cumplido y que nos estaba llevando la chingada. La duda que me asaltó en ese momento fue el por qué la señorita Inéz, tan segura de sus dotes de oráculo, no vio el terremoto dentro de su predicción.

Mi padre insiste que eso pasa por andar consultando idioteces y mi abuela asegura que se le cruzaron los cables.
Años después la señorita Inéz me dijo que no se le ocurrió hacer la carta astral para la ciudad de México en esos días, pero que la profecía (y aquí me ahorro nombres que para qué se los digo) dice que un terremoto borraría la ciudad de México y que “no quedaría piedra sobre piedra”.

Ella era la que se debía cortar el listón rojo que daría a luz al restaurante.
Por eso mi abuela decidió llevar a la señorita Inéz a punta de empujones hasta San Jerónimo.
Una vez cortado el listón, mi papá sacó todos los comestibles. Lo que estaba ya preparado, el harina, los huevos, todo.

Los llevaron al centro a improvisar comederos para los damnificados y a mi hermano y a mi nos llevaron primero a la escuela sólo para ver si allí continuaba en pié, y así fue. Luego nos llevaron a casa de mi bisabuela, en el mismo edificio del Café Popular, el restaurante que pertenecía a mi bisabuelo.

No recuerdo dónde pasamos la noche. Creo que ese recuerdo se evaporó al recibir la noticia del desplome del Covadonga, el edificio donde vivían mis primos, a unas cuadras de la casa de Mamá Fina, mi otra abuela.

Lo que también acabó por convertir mi conciencia pre púber fue que tembló otra vez. Eso todo lo saben.

Lo que nadie sabe es que mi tío se puso a repartir comida gratis. Por primera vez en muchos años, el Popular cerró sus puertas a medias, sólo para dejar salir meses de utilidades para ayudar a otros.

Tampoco saben que mi bisabuela, que poco antes de morir mi bisabuelo se convirtió a la secta Testigos de Jeová, estaba convencida, igual que la señorita Inéz, que era el fin del mundo.
“¡Qué fin del mundo ni qué nada!” dijo mi Tío Pepe mientras levantaba en vilo a mi bisabuela para llevarla a la calle.

No me parecía el fin del mundo. Pero la impresión que dejo en mi el Regis en llamas, está cincelada en piedra sobre mi conciencia junto a la predicción fallida o más bien inexistente de la señorita Inéz.

Los edificios recargados unos contra otros; la acera ondulada a lo largo de cinco de Mayo, los pisos compactados en un tiramisú imposible de carne humana y concreto de la Unidad Juárez y el Hospital General, el runrún sempiterno del radio organizando a los que podían organizar algo.
Todo eso en los dos días de pesadilla que viví antes de que mis padres nos botaran en Querétaro, dos meses. Para no ver. Para no oler... para no sufrir.

¿Qué me recuerda el Terremoto?
Televisa me ha colgado la esferita de pitonisa y oráculo. La necesidad de trabajar en lo que sea, en el momento de haber perdido el restaurante también me ha empujado a utilizar los “dones” que vengo entrenando por ese pasa tiempo que he atesorado desde niña. La “astrología” china.

El terremoto me recuerda que lejos de analizar si el Bazi sirve o no, si soy parte de el aparto de acondicionamiento de masas que en vez de tomar las riendas de sus propios destinos aún cree que somos Edipo, Hércules, Luke Skywalker. Los héroes trágicos que no sabemos si cumplir un destino trazado o los simples humanos, maestros del libre albedrio.

El restaurante ya murió, el terremoto del ochenta y cinco ya pasó.
Lo que escribo como oráculo depende de mi atención. A dónde va a dar mi atención depende de mi estado de ánimo y con base en ello realizo mis predicciones.

Que las censuren cuando me pongo a hablar condición humana, economía y política ya es otro cotorreo. (Eso es tema de otro texto)

Por eso escribo en parábolas... no sea que se devuelvan los cerdos y me devoren.