A veces escribo. A veces nomas me da por moler

A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.

lunes, 28 de noviembre de 2011

No respondo chipote con sangre, sea chico o sea grande


     Había en el Colegio de México una maestra horrenda que tenía a su hija en el mismo grupo donde yo estaba. Entre ellas dos nos traían de su changuito a todos los del grupo, sobre todo a mí, hasta que en 1979 decidieron sacarme de esa escuela y meterme al Aberdeen. Fui cuadro de honor en el colegio de México hasta ese momento (primero de primaria)

Los detalles de por qué me cambiaron, creo que tienen más que ver con esa maestra celosa que prefería a su hija sobre los demás chiquillos y mi actitud contestataria. Si no, creo que hubiera permanecido en esa escuela hasta la secundaria.
La directora me decía Mafaldita. Yo era la consentida. A lo mejor era eso lo que le cagaba a la maestra loca. No lo sé.

Cuando me cambiaron al Aberdeen, mi hermano entró al kínder allí y la cosa se puso loca. 


Mis calificaciones bajaron hasta el panzazo. Me la pasaba peleando con otros chicos, sobre todo los que osaban poner un dedo en mi hermano que era flaco como un palito de paleta. Mi actitud era cada día más desafiante. No soportaba la estupidez aunque eso no se reflejara en mi boleta de calificaciones. Sólo me llevaba bien con Raúl y Jorge, los dos bravucones de la clase. Años después descubrí gracias a la terapia, que yo era el peso pesado en ese trío de cabrones.

Casi todos los pleitos en los que me metía tenían que ver con las trastadas que se nos ocurrían a los otros dos niños y a mí. Pero también me metía en líos por salir como locomotora a defender a mi hermano, y por culpa de una maestra que tenía la mala maña de encerrarme en un closet como castigo.

De esto hablaré en otro arrebato catártico, pero de una vez les cuento aquí que sufrir abuso por parte de un adulto, en este caso un maestro, es tan traumático como sufrir abuso de otros chicos. Un adulto consciente debe de saber la diferencia entre un castigo y un abuso. Definitivamente la miss Clemenbruja no lo sabía.

Yo me defendía como gata enloquecida. Ya había aprendido a golpear gracias a Amanda. Hasta que se me pasó la mano. Uno de los niños de mi grupo se atrevió a decir que yo era un niño: ¡Un niño!
El pobre acabó con un chipote con (mucha) sangre y yo, a punto de ser expulsada del Aberdeen. Esa fue una de las razones por las que me inscribieron en Decroly el otoño siguiente.

Me había transformado en una especie de “Heroína Feminista” para las maestras de otros grupos (mi maestra me odiaba con odio jarocho).
Les sacaba por lo menos media cabeza a los chicos de 4º y 5º de primaria. Durante los meses que siguieron y hasta el final del año nadie se atrevió a hacerme una sola broma, comentario mordaz ni nada.
Durante ese tiempo, al volver al condominio, no le volví a dirigir la palabra a Amanda aunque ella lo intentara. Eventualmente nos fuimos acercando un poco, pero sólo en las fiestas de cumpleaños o cuando me invitaba a su casa de verano en Cuernavaca y nada más. Amanda comenzó a frecuentar a Gelo, la hija de una mujer que trabajaba como técnico en el laboratorio de Algazi. Simplemente ya no me importaba su rollo.

Lo que hizo que mis padres prestaran atención a mi actitud cada día más grosera fue que se separaron por primera vez, provocando que esa etapa llamada de Elektra se convirtiera en pleitos a diarios con mi madre.
De la nalgada, pasamos a la cachetada y de la cachetada al cinturón. La rebeldía de mi parte y la falta de madurez emocional de mi madre en ese entonces, agriaron tanto el ambiente en el que estábamos, que nadie en la casa dormía con la conciencia tranquila.
Mi madre de apenas 26 años y yo crecimos mucho durante ese periodo, que luego, al recapitularlo, las dos –que ahora somos las mejores amigas- notamos que en total fueron poco menos de tres años de gritos y golpes. Nunca llegó a lastimarme como para dejarme marcada o amoratada, pero sí se notaba a leguas que algo terrible nos estaba descomponiendo a las dos como madre e hija y al conjunto que formábamos con toda la familia.

Una tarde de 1984, le dije a mi madre: “Cuando te pones así, pareces un monstruo”. Mi mamá, que ya tenía la mano levantada, se dio la media vuelta y se fue a encerrar a su recámara. Pocos días después, comenzó a ir a terapia; primero ella y después toda la familia. Por cierto. Todo esto coincidió con que ese fin del verano y a raíz del incidente del chipote con sangre, mi hermano y yo fuimos aceptados en la Comunidad Educativa Decroly, o lo que más tarde reflexioné como un rito de paso... Decroly se convirtió en mi Alma Mater Kármica

Ese cambio positivo no repercutió mucho en mí al principio. Finalmente la cosa entre mi madre y yo comenzó a mejorar, pero  yo seguía con el lodo hasta las narices.
Desde  1984 hasta que por fin me llegó la pubertad casi al cumplir los 16 años, yo era una bomba de tiempo con patines. Buena Girl Guide los fines de semana, la prima tímida… y en la escuela, era la rara, la que no se llevaba bien con casi nadie. Básicamente entre 1985 y 1989 comencé a llevar esas vidas por separado y sólo en mi cabeza o en las horas de terapia dejaba que esa situación se unificara.

Es curioso, pero creo que el “punto de quiebre” se dio en 1988, mismo año en que comencé a escuchar más rock argentino sobre todo a  Soda Stereo, con Doble Vida. Y eso que todavía no llegaba formalmente a la pubertad.


La de la foto soy yo, sosteniendo una foto de mí a los 9 años 
en el despacho de contador que alguna vez fue el condominio donde viví 
y que forma parte de esta serie de relatos.. 
 La foto fue tomada por @Jorgepedro en 2010.

 (Fin de la tercera parte de esta entrega. Comprendo la cualidad inmediata del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios. 
Continúa “Doble vida”)

lunes, 21 de noviembre de 2011

Amanda



Amanda
Amanda es un boleto distinto. Abusiva, alta como una adolescente, morena, algo gordita y muy demandante. Definitivamente era más precoz que ninguna otra niña. Era la hija única de doña A y el señor M.
Doña A  era la secretaria y jefa de enfermeras de la central de análisis clínicos, un laboratorio propiedad del Doctor Alberto Algazi. Médico gineco-obstetra y espiritista reconocido en los más elevados círculos de grupos iniciáticos del país. Dueño también de prácticamente todo el Ave Fénix (tercer piso. Antes el condominio Insurgentes no tenía piso trece, luego lo añadieron pero le pusieron nombre al piso 3)
El condominio era cosa de horror ya que para entrados los años ochentas y hasta después del terremoto de 85, ese edificio comenzó a convertirse en una mezcla del Nostromo y los pasillos blancos del Discovery 1, pero que en vez de Aliens, o Hal 900, por sus pasillos andaban “licenciados” de traje gris. Hoy, por el condominio  pululan las sombras y los murmullos de los hare krisnas que viven allí, como paracaidistas (Okupas) y posiblemente el fantasma del magistrado Polo Uscanga, asesinado en el piso 9 que era la sede del sindicato de la también asesinada Ruta 100.



Amanda era horrible. Tenía azorrillado a mi hermano hasta que un día me le puse cabrona y la cosa acabó en los golpes. Tardé años en reaccionar, porque la niña me tenía a mi también completamente controlada.

Llegué al condominio Insurgentes en enero de 1978 sin saber cómo defenderme porque no había tenido un contacto real con niños de mi edad que no fueran mi familia que, hasta ese momento no era tan numerosa. Mi hermano tardaría unos días en nacer.
Pero de pronto entré en contacto con dos vecinos bravucones, una escuadra de primos y primas y además los chicos de la escuela, con los que de plano preferí no mezclarme. Mis compañeras en las Guías de México eran unas dos o tres muy añoradas, pero prefería la compañía de las muchachas más grandes, en especial mis guiadoras: Ana, Vero que descanse en paz y la Güeroshka.
Siempre me sentí más a gusto con gente mucho mayor que yo. Incluso hoy.

Total que, lo que fueron pocos años de infancia, se tradujeron en siglos de convivencia Uno de esos siglos fue mi trato con la tal Amanda.
Me di cuenta que algo no estaba bien en 1983 cuando me vi a mi misma agrediendo también a mi hermano y a otros niños. Algo estaba muy mal. Tenía unos ocho años y fue como si hubiera despertado de un sueño.

Los tres años anteriores, Amanda se las había arreglado para conquistarme con sobornos a hurtadillas, porque eran cosa restringida en mi familia. Aquí, una lista.
ŸVisitas al parque México con su nana, en vez de hacer la tarea.
ŸComidas prohibidas: jamón, cocacola, cool aid,  papas fritas, dulces y chocolates.
ŸPelículas de terror y de ficheras en su videocasetera VHS.
ŸJugar con sus muy sofisticados juguetes, los cuales parecían llegar a razón de uno nuevo cada semana.
Entre 1979 y 1983, Amanda se las arregló para lavarme el coco al grado que llegué a considerar seriamente convertirme al catolicismo –cosa absurda en mi pequeño círculo familiar- y hasta rebelarme abiertamente con tal de disfrutar de las ventajas de tener una vecina “rica”.
No saben la cantidad de veces que regresé a casa llorando porque Amanda me soltaba alguna mentira hiriente:
ŸUstedes viven de arrimados con su abuela.
ŸLos vestidos de holanes son de niñas pobres.
ŸTu hermano es retrasado.
Ÿ Yo soy más bonita que tú.
ŸSi no haces (inserte aquí la petición que se le antoje) le voy a decir al Señor de enfrente que te lleve a su despacho.
El señor de enfrente era un tipo ñañaroso con bigote que siempre nos invitaba a entrar a su despacho con la promesa de regalarnos algo. Cosa que a mí me resultaba sospechosa. Nunca entré a su despacho, pero Amanda sí lo hizo, varias veces.
Esta última amenaza, me pone a pensar que el tipo era un pederasta. Su sola presencia me ponía incómoda. Más de una vez entré corriendo –o patinando- a mi departamento al verlo salir de su despacho.
Jamás se me ocurrió decirles esto a mis padres, pero jugar a las barbies con Amanda acababa siempre en la cosa más aburrida del planeta, porque Amanda insistía en poner a su barbie a coger con su hombre elástico… al cual le había pintado un bigote con un plumón negro.

Aún así, cada tarde regresaba a jugar a su departamento y cada tarde surgía una nueva querella, hasta que, por defender a mi hermano que también quería jugar a las barbies, a lo cual ella accedió, pero comenzó con el asunto del hombre elástico con bigote. David no quiso jugar a eso (claro) y Amanda se enojó tanto que empujó a mi hermano hasta tirarlo.
Acabé insultándola. Amanda era muy morena, así que le solté un insulto racista que le destapó la coronilla. Nos agarramos del chongo tan duro, que ella fue la que acabó llorando y pidiendo perdón. Yo mentí y le dije que todo estaba bien. Me abrazó, la abracé. Tomé a David de la mano y nos regresamos a casa.
Después de eso, comencé a probar qué tan bien se sentía el poder defenderse.



(Fin de la segunda parte de esta entrega. Comprendo la cualidad inmediata del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios. Continúa “No respondo chipote con sangre, sea chico o sea grande”)

viernes, 18 de noviembre de 2011

Bravuconadas de ida y de regreso. O de cómo aprendí a manejar la violencia pasiva y activa a lo largo de quince años.


Bravuconadas de ida y de regreso. O de cómo aprendí a manejar la violencia pasiva y activa a lo largo de quince años.

Primera parte

Hace un par de noches, vi una versión más de Carrie que atrajo varios recuerdos harto incómodos.
No pretendo hacer un análisis de la novela, la serie y mucho menos un análisis comparativo entre esta versión y la película. Lo que ocurrió esa noche, es que recordé cosas que tenía muy olvidadas desde hace años. Cosas que en su momento fueron analizadas en terapia pero que ahora puedo ver con la perspectiva enorme que me da estar al borde de la mediana edad.

Pasé prácticamente desde que aprendí a caminar hasta los quince años batallando con el tema del abuso por agresión física o verbal.
Gracias a la vida en esta dimensión, no tengo telequinesis. Si yo fuera personaje de película, novela o historieta, creo que al llegar a la pubertad, habría estallado cual bomba H y me habría llevado de corbata a por lo menos la mitad del DF.

Desde chica. Digamos desde que tengo uso de razón y hasta llegada la adolescencia, fui el objeto de la envidia y –un no sé qué- por parte de muchos niños y niñas. Mi refugio eran mis libros, la terapia y el movimiento Scout. Pero también me refugiaba en una agresividad pasiva que casi siempre me salía por la culata.
Aquí, un análisis detallado de esos recuerdos, que poco les importan a ustedes, pero que me da la gana ventilar.

Sin andadera.
Cuenta mi mamá, que cuando apenas estaba comenzando a caminar, mi papá y ella, decidieron que sería mejor para mi desarrollo no usar el recurso de la andadera, e hicieron bien. Para ser una persona particularmente distraída, creo que mi cerebro conecta con eficacia los actos de mi cuerpo.
Pero eso no evitó que una de mis primas se divirtiera a mis costillas jalando mi vestido al pasar, hecha un bólido, en su flamante andadera.
Creo que esa sería la primera vez que el modo de vida elegido fue aprovechado por otro para sacarme ventaja. Aunque creo que eso no me afectó tanto a mí, como a mi mamá que se cansaba de defenderme, agriando momentáneamente su relación con las hermanas de mi papá.
Durante esos años de bebé, vivíamos con mi abuela paterna en el edificio Gaona, justo enfrente de Gobernación y el Reloj Chino. Convivía con mis primos hermanos. Unos vivían en el mismo edificio y otros iban de visita cada fin de semana. Cuando estábamos todos juntos, sumábamos unos veinte niños y adolescentes, sin contar a los adultos. Claro que el incidente de la andadera se repitió en otras ocasiones y bajo distintas circunstancias y con otros protagonistas. Imaginen la cantidad de escuincles todos en una casa de dos pisos. Entre niños, bebés y adolescentes. Todos con el apellido Alvarado en común, éramos capaces de provocarle una jaqueca al más acomedido. Por lo tanto, no nos quedaba de otra más que “llevarnos” y el que se lleva, se aguanta.

Luego le dieron un trabajo a mi papá hasta Minatitlán, así que vivimos solos los tres en Veracruz poco más de un año, hasta que mi madre se embarazó y mis padres decidieron que era mejor regresar al D.F. Eso fue por ahí de 1977.
A petición de mi abuela materna, nos fuimos al departamento 320 del 3º piso Ave Fénix del Condominio Insurgentes a vivir con ella.
Ese año tropical de mi vida, el mundo comenzaba y acababa en mi madre. Todo circulaba alrededor de nuestro pequeño planeta y mi papá era un satélite. Creo que disfruté mucho esa vida, porque tengo imágenes muy claras de ese año. Un huracán. La hamaca , mi muñeca preferida, un cuento sobre Bongo, el oso de circo. Recuerdo a una vecina, posiblemente adolescente, que tenía gatos. Mi madre se ha de acordar de ella. Creo que esa chica era mi único contacto con otros humanos.

Claro, mi mamá que también era prácticamente una niña. No conocía otro modo de crianza más que el que le tocó, que fue el de las nalgadas, y cuando no, la paliza. Pero durante esos primeros años, salvo un par de nalgadas por armar una pataleta, no hubo castigos fuertes ni nada.

Pero nos fuimos del paraíso tropical y allí comenzó la ordalía con el famoso bullying; que entre los años setentas y ochentas se llamaba simple y llanamente cabronada.

Reinaldo

    Después de no convivir con nadie más que con mis padres y la eventual visita de la vecina y sus gatos, llegamos al número 300 de Insurgentes sur, en los límites de la colonia Roma y la colonia condesa.
En el condominio vivían también tres niños más. Amanda, un año mayor que yo y Reinaldo, que tenía una hermanita como cuatro años menor que él. De Reinaldo y de su hermana no recuerdo los apellidos ni puedo deducir su edad porque cada año, acababa invariablemente reprobado y el pobre creo que nunca aprobó primero de primaria, así que no puedo saber su edad, pero en algún momento iba en el mismo grado que Amanda.
Sólo recuerdo que Reinaldo era un niño trastornadísimo. Lo recuerdo delgado, mal encarado; de piel… ¿verde? Así daba la impresión.
Tenía el cabello rojizo y ojos como de gato. Hacía mucho ruido todo el tiempo y jamás lo vi con otra ropa que no fuera su uniforme de primaria de gobierno.
Algo le pasó antes de que lo conociera. Quién sabe. Porque ese niño era la piel de judas. Por ejemplo: rompía todos los juguetes que caían en sus manos, no sólo los suyos. Maltrataba a cuanto animal cayera en sus manos (las arañas patonas eran sus víctimas favoritas) y le gustaba además rodar cosas por las escaleras del condominio, aunque acabaran hechas añicos.

La tragedia ocurrió cuando en un arrebato furioso, destruyó algunos juguetes de mi hermano y una colección de perfumes miniatura de Christian Dior que la señorita Inéz me había comprado en París. Yo tenía unos seis años porque era mi primer año en la primaria, David era un chiquito, todavía no entraba al kínder. El recuerdo del llanto de mi hermano todavía me eriza los pelos de la nuca.

Su madre era una especie de montaña de carnes colgantes que sólo salía de su departamento para llevarse a rastras a Reinaldo y a su hermana. El rumor era que la señora era contrabandista o fayuquera, no me acuerdo, y que ella dormía en la misma cama que Reinaldo y la hermanita.
Ellos vivían en el 309 con la abuela que era un pan de Dios y el hermano de la señora que era soldado.
Ir al departamento de Reinaldo era como ir de visita a la casa de “La gente detrás de las paredes”. Por las noches, se podían oír los golpes, los gritos y el llanto que se colaban por debajo de esa puerta. ¿Violencia intrafamiliar? Por supuesto. Pero nadie había acuñado el término todavía.

Creo que mi papá tuvo una plática muy seria con el hermano de la señora, esta última no era posible de abarcar por ningún lado, así que mi padre acabó con el asunto de las visitas de Reinaldo a la casa. Mi hermano y yo estábamos muy chicos como para defendernos solos.
Lo último que supe de él fue cuando fui a visitar el condominio hace unos quince años. Trabajaba en una tienda de dulces en el mismo condominio. Él me reconoció, pero a mí me tomó unos minutos adivinar quién era ese sujeto con cara de junkie. ¡Qué pena!
Hace poco fui a la 246 y por curiosa indagué si la tienda seguía allí. La entrada está tapiada. Ignoro si él sigue viviendo en el condominio y para evitarme de nuevo la vergüenza de no reconocer a nadie, mejor ahí murió.

(Fin de la primera parte de esta entrega semanal. Comprendo la cualidad inmediata del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios. Continúa “Amanda”)

jueves, 17 de noviembre de 2011

"El Buen fin" me suena a "Eutanasia", nada más que sin el "Eu"

Para los que todavía no entienden que el consumismo, el neoliberalismo, la corporacracia y el capitalismo son la misma cosa, lean entre líneas todo este irigote del "Buen fin"

Si de verdad creen que con salir de compras este fin de semana la situación económica se va a remediar un poco, compren productos de artesanos y compañías 100% mexicanas. Así el dinero gastado se queda en el país y no en los bolsillos de la oligocracia que ni siquiera invierten en su propio país, sino en sus cuentas de banco y en las ramificaciones de su poder.

Pues hay que ser consecuentes ¿Les gusta su gobierno y régimen económico capitalista? ¿La palabra socialismo le saca ronchas verdes? ¿La palabra comunismo para usted, rima con "no voy a mantener a una bola de indios, negros, chinos, maricas, hippies, huevones cochinos"? 

Entonces va pues; órale. Centre toda su vida en comprar y comprar y comprar; ya que la economía de su país está basada en cuándo, como dónde y cuánto COMPRA. 
Si no compra, no se queje. Deje de comprar piratería, deje de comprar cosas que duren toda la vida, deje de comprar artesanías. 

Pero entonces no nos venga con voz aguda de quejica cuando los que no tienen para comprar lo mismo que usted, vengan a su patio trasero y griten en voz en cuello las siguientes quejas:

Compro y no me dan lo que compré
Compro y no me alcanza para comer
Compro y no tengo dónde vivir
Compro y ya no puedo pagar la hipoteca
Compro y me subieron la renta
Compro y estoy enfermo
Compro y me mandan a la guerra
Compro y no me alcanza para estudiar
Compro y no tengo trabajo
Compro y me envenena lo que compro
Compro y lo que compro envenena al planeta
Compro y el resto del mundo me odia por esclavizarlos
Compro y un niño hizo lo que compré
Compro y no soy feliz con lo que compro
Compro y lo que compro no me hace feliz
Compro y mi gobierno dice que compre más
Compro y el dueño de la empresa quiere que compre aún más
Compro y lo que compré ya es obsoleto en solo 18 meses
Compro y se extingue el último animal de su última especie
Compro y estalla una guerra en un país que ni puedo señalar en el mapa mundi
Compro lo que me dicen que compre y no sé ni para qué sirve
Compro y la güera del pan no me pela por naco, prieto, panzón y bigotón
Compro y lo que compré me deja estéril
Compro y lo que compré de deja impotente
Compro y compro y compro y compro y me voy a la tumba comprando hasta después de muerto...

Y lo que compré...
Allá va, tirado en un llenadero, en un basurero; flotando en el océano, en el cañón, en los ríos, en la panza del pez que me voy a tragar gracias al cupón de descuento que bajé de internet.

Y lo que compré, allá va, enterrado en la consciencia de los que heredaron la cuenta.