Amanda
Amanda
es un boleto distinto. Abusiva, alta como una adolescente, morena, algo gordita
y muy demandante. Definitivamente era más precoz que ninguna otra niña. Era la
hija única de doña A y el señor M.
Doña A era la secretaria y jefa de enfermeras de la central de análisis clínicos, un laboratorio propiedad del Doctor Alberto Algazi. Médico gineco-obstetra y espiritista reconocido en los más elevados círculos de grupos iniciáticos del país. Dueño también de prácticamente todo el Ave Fénix (tercer piso. Antes el condominio Insurgentes no tenía piso trece, luego lo añadieron pero le pusieron nombre al piso 3)
Doña A era la secretaria y jefa de enfermeras de la central de análisis clínicos, un laboratorio propiedad del Doctor Alberto Algazi. Médico gineco-obstetra y espiritista reconocido en los más elevados círculos de grupos iniciáticos del país. Dueño también de prácticamente todo el Ave Fénix (tercer piso. Antes el condominio Insurgentes no tenía piso trece, luego lo añadieron pero le pusieron nombre al piso 3)
El condominio era cosa de horror
ya que para entrados los años ochentas y hasta después del terremoto de 85, ese
edificio comenzó a convertirse en una mezcla del Nostromo y los pasillos blancos del Discovery 1, pero que en vez de Aliens, o Hal 900, por
sus pasillos andaban “licenciados” de traje gris. Hoy, por el condominio pululan las sombras y los murmullos de los hare krisnas que viven allí, como
paracaidistas (Okupas) y posiblemente el fantasma del magistrado Polo Uscanga,
asesinado en el piso 9 que era la sede del sindicato de la también asesinada
Ruta 100.
Amanda era horrible. Tenía azorrillado a mi hermano hasta que un día me le puse cabrona y la cosa acabó en los golpes. Tardé años en reaccionar, porque la niña me tenía a mi también completamente controlada.
Llegué al condominio
Insurgentes en enero de 1978 sin saber cómo defenderme porque no había tenido
un contacto real con niños de mi edad que no fueran mi familia que, hasta ese
momento no era tan numerosa. Mi hermano tardaría unos días en nacer.
Pero de pronto entré en
contacto con dos vecinos bravucones, una escuadra de primos y primas y además
los chicos de la escuela, con los que de plano preferí no mezclarme. Mis
compañeras en las Guías de México eran unas dos o tres muy añoradas, pero
prefería la compañía de las muchachas más grandes, en especial mis guiadoras:
Ana, Vero que descanse en paz y la Güeroshka.
Siempre me sentí más a gusto
con gente mucho mayor que yo. Incluso hoy.
Total que, lo que fueron
pocos años de infancia, se tradujeron en siglos de convivencia Uno de esos siglos fue mi trato con la tal Amanda.
Me di cuenta que algo no
estaba bien en 1983 cuando me vi a mi misma agrediendo también a mi hermano y a
otros niños. Algo estaba muy mal. Tenía unos ocho años y fue como si hubiera
despertado de un sueño.
Los tres años anteriores, Amanda
se las había arreglado para conquistarme con sobornos a hurtadillas, porque
eran cosa restringida en mi familia. Aquí, una lista.
Visitas
al parque México con su nana, en vez de hacer la tarea.
Comidas
prohibidas: jamón, cocacola, cool aid, papas fritas, dulces y chocolates.
Películas
de terror y de ficheras en su videocasetera VHS.
Jugar
con sus muy sofisticados juguetes, los cuales parecían llegar a razón de uno
nuevo cada semana.
Entre 1979 y 1983, Amanda se
las arregló para lavarme el coco al grado que llegué a considerar seriamente
convertirme al catolicismo –cosa absurda en mi pequeño círculo familiar- y
hasta rebelarme abiertamente con tal de disfrutar de las ventajas de tener una
vecina “rica”.
No saben la cantidad de
veces que regresé a casa llorando porque Amanda me soltaba alguna mentira hiriente:
Ustedes
viven de arrimados con su abuela.
Los
vestidos de holanes son de niñas pobres.
Tu
hermano es retrasado.
Yo
soy más bonita que tú.
Si
no haces (inserte aquí la petición que se le antoje) le voy a decir al Señor de enfrente que te lleve a su
despacho.
El señor de enfrente era un tipo ñañaroso con bigote que siempre nos
invitaba a entrar a su despacho con la promesa de regalarnos algo. Cosa que a
mí me resultaba sospechosa. Nunca entré a su despacho, pero Amanda sí lo hizo,
varias veces.
Esta última amenaza, me pone
a pensar que el tipo era un pederasta. Su sola presencia me ponía incómoda. Más
de una vez entré corriendo –o patinando- a mi departamento al verlo salir de su
despacho.
Jamás se me ocurrió decirles
esto a mis padres, pero jugar a las barbies con Amanda acababa siempre en la
cosa más aburrida del planeta, porque Amanda insistía en poner a su barbie a coger con su hombre elástico… al cual le
había pintado un bigote con un plumón negro.
Aún así, cada tarde
regresaba a jugar a su departamento y cada tarde surgía una nueva querella,
hasta que, por defender a mi hermano que también quería jugar a las barbies, a
lo cual ella accedió, pero comenzó con el asunto del hombre elástico con
bigote. David no quiso jugar a eso (claro) y Amanda se enojó tanto que empujó a
mi hermano hasta tirarlo.
Acabé insultándola. Amanda
era muy morena, así que le solté un insulto racista que le destapó la
coronilla. Nos agarramos del chongo tan duro, que ella fue la que acabó
llorando y pidiendo perdón. Yo mentí y le dije que todo estaba bien. Me abrazó,
la abracé. Tomé a David de la mano y nos regresamos a casa.
Después de eso, comencé a
probar qué tan bien se sentía el poder defenderse.
(Fin
de la segunda parte de esta entrega. Comprendo la cualidad inmediata
del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores
internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios.
Continúa “No respondo chipote con sangre, sea chico o sea grande”)
No hay comentarios:
Publicar un comentario