A veces escribo. A veces nomas me da por moler

A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Amanda



Amanda
Amanda es un boleto distinto. Abusiva, alta como una adolescente, morena, algo gordita y muy demandante. Definitivamente era más precoz que ninguna otra niña. Era la hija única de doña A y el señor M.
Doña A  era la secretaria y jefa de enfermeras de la central de análisis clínicos, un laboratorio propiedad del Doctor Alberto Algazi. Médico gineco-obstetra y espiritista reconocido en los más elevados círculos de grupos iniciáticos del país. Dueño también de prácticamente todo el Ave Fénix (tercer piso. Antes el condominio Insurgentes no tenía piso trece, luego lo añadieron pero le pusieron nombre al piso 3)
El condominio era cosa de horror ya que para entrados los años ochentas y hasta después del terremoto de 85, ese edificio comenzó a convertirse en una mezcla del Nostromo y los pasillos blancos del Discovery 1, pero que en vez de Aliens, o Hal 900, por sus pasillos andaban “licenciados” de traje gris. Hoy, por el condominio  pululan las sombras y los murmullos de los hare krisnas que viven allí, como paracaidistas (Okupas) y posiblemente el fantasma del magistrado Polo Uscanga, asesinado en el piso 9 que era la sede del sindicato de la también asesinada Ruta 100.



Amanda era horrible. Tenía azorrillado a mi hermano hasta que un día me le puse cabrona y la cosa acabó en los golpes. Tardé años en reaccionar, porque la niña me tenía a mi también completamente controlada.

Llegué al condominio Insurgentes en enero de 1978 sin saber cómo defenderme porque no había tenido un contacto real con niños de mi edad que no fueran mi familia que, hasta ese momento no era tan numerosa. Mi hermano tardaría unos días en nacer.
Pero de pronto entré en contacto con dos vecinos bravucones, una escuadra de primos y primas y además los chicos de la escuela, con los que de plano preferí no mezclarme. Mis compañeras en las Guías de México eran unas dos o tres muy añoradas, pero prefería la compañía de las muchachas más grandes, en especial mis guiadoras: Ana, Vero que descanse en paz y la Güeroshka.
Siempre me sentí más a gusto con gente mucho mayor que yo. Incluso hoy.

Total que, lo que fueron pocos años de infancia, se tradujeron en siglos de convivencia Uno de esos siglos fue mi trato con la tal Amanda.
Me di cuenta que algo no estaba bien en 1983 cuando me vi a mi misma agrediendo también a mi hermano y a otros niños. Algo estaba muy mal. Tenía unos ocho años y fue como si hubiera despertado de un sueño.

Los tres años anteriores, Amanda se las había arreglado para conquistarme con sobornos a hurtadillas, porque eran cosa restringida en mi familia. Aquí, una lista.
ŸVisitas al parque México con su nana, en vez de hacer la tarea.
ŸComidas prohibidas: jamón, cocacola, cool aid,  papas fritas, dulces y chocolates.
ŸPelículas de terror y de ficheras en su videocasetera VHS.
ŸJugar con sus muy sofisticados juguetes, los cuales parecían llegar a razón de uno nuevo cada semana.
Entre 1979 y 1983, Amanda se las arregló para lavarme el coco al grado que llegué a considerar seriamente convertirme al catolicismo –cosa absurda en mi pequeño círculo familiar- y hasta rebelarme abiertamente con tal de disfrutar de las ventajas de tener una vecina “rica”.
No saben la cantidad de veces que regresé a casa llorando porque Amanda me soltaba alguna mentira hiriente:
ŸUstedes viven de arrimados con su abuela.
ŸLos vestidos de holanes son de niñas pobres.
ŸTu hermano es retrasado.
Ÿ Yo soy más bonita que tú.
ŸSi no haces (inserte aquí la petición que se le antoje) le voy a decir al Señor de enfrente que te lleve a su despacho.
El señor de enfrente era un tipo ñañaroso con bigote que siempre nos invitaba a entrar a su despacho con la promesa de regalarnos algo. Cosa que a mí me resultaba sospechosa. Nunca entré a su despacho, pero Amanda sí lo hizo, varias veces.
Esta última amenaza, me pone a pensar que el tipo era un pederasta. Su sola presencia me ponía incómoda. Más de una vez entré corriendo –o patinando- a mi departamento al verlo salir de su despacho.
Jamás se me ocurrió decirles esto a mis padres, pero jugar a las barbies con Amanda acababa siempre en la cosa más aburrida del planeta, porque Amanda insistía en poner a su barbie a coger con su hombre elástico… al cual le había pintado un bigote con un plumón negro.

Aún así, cada tarde regresaba a jugar a su departamento y cada tarde surgía una nueva querella, hasta que, por defender a mi hermano que también quería jugar a las barbies, a lo cual ella accedió, pero comenzó con el asunto del hombre elástico con bigote. David no quiso jugar a eso (claro) y Amanda se enojó tanto que empujó a mi hermano hasta tirarlo.
Acabé insultándola. Amanda era muy morena, así que le solté un insulto racista que le destapó la coronilla. Nos agarramos del chongo tan duro, que ella fue la que acabó llorando y pidiendo perdón. Yo mentí y le dije que todo estaba bien. Me abrazó, la abracé. Tomé a David de la mano y nos regresamos a casa.
Después de eso, comencé a probar qué tan bien se sentía el poder defenderse.



(Fin de la segunda parte de esta entrega. Comprendo la cualidad inmediata del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios. Continúa “No respondo chipote con sangre, sea chico o sea grande”)

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