A veces escribo. A veces nomas me da por moler

A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Bravuconadas de ida y de regreso. O de cómo aprendí a manejar la violencia pasiva y activa a lo largo de quince años.


Bravuconadas de ida y de regreso. O de cómo aprendí a manejar la violencia pasiva y activa a lo largo de quince años.

Primera parte

Hace un par de noches, vi una versión más de Carrie que atrajo varios recuerdos harto incómodos.
No pretendo hacer un análisis de la novela, la serie y mucho menos un análisis comparativo entre esta versión y la película. Lo que ocurrió esa noche, es que recordé cosas que tenía muy olvidadas desde hace años. Cosas que en su momento fueron analizadas en terapia pero que ahora puedo ver con la perspectiva enorme que me da estar al borde de la mediana edad.

Pasé prácticamente desde que aprendí a caminar hasta los quince años batallando con el tema del abuso por agresión física o verbal.
Gracias a la vida en esta dimensión, no tengo telequinesis. Si yo fuera personaje de película, novela o historieta, creo que al llegar a la pubertad, habría estallado cual bomba H y me habría llevado de corbata a por lo menos la mitad del DF.

Desde chica. Digamos desde que tengo uso de razón y hasta llegada la adolescencia, fui el objeto de la envidia y –un no sé qué- por parte de muchos niños y niñas. Mi refugio eran mis libros, la terapia y el movimiento Scout. Pero también me refugiaba en una agresividad pasiva que casi siempre me salía por la culata.
Aquí, un análisis detallado de esos recuerdos, que poco les importan a ustedes, pero que me da la gana ventilar.

Sin andadera.
Cuenta mi mamá, que cuando apenas estaba comenzando a caminar, mi papá y ella, decidieron que sería mejor para mi desarrollo no usar el recurso de la andadera, e hicieron bien. Para ser una persona particularmente distraída, creo que mi cerebro conecta con eficacia los actos de mi cuerpo.
Pero eso no evitó que una de mis primas se divirtiera a mis costillas jalando mi vestido al pasar, hecha un bólido, en su flamante andadera.
Creo que esa sería la primera vez que el modo de vida elegido fue aprovechado por otro para sacarme ventaja. Aunque creo que eso no me afectó tanto a mí, como a mi mamá que se cansaba de defenderme, agriando momentáneamente su relación con las hermanas de mi papá.
Durante esos años de bebé, vivíamos con mi abuela paterna en el edificio Gaona, justo enfrente de Gobernación y el Reloj Chino. Convivía con mis primos hermanos. Unos vivían en el mismo edificio y otros iban de visita cada fin de semana. Cuando estábamos todos juntos, sumábamos unos veinte niños y adolescentes, sin contar a los adultos. Claro que el incidente de la andadera se repitió en otras ocasiones y bajo distintas circunstancias y con otros protagonistas. Imaginen la cantidad de escuincles todos en una casa de dos pisos. Entre niños, bebés y adolescentes. Todos con el apellido Alvarado en común, éramos capaces de provocarle una jaqueca al más acomedido. Por lo tanto, no nos quedaba de otra más que “llevarnos” y el que se lleva, se aguanta.

Luego le dieron un trabajo a mi papá hasta Minatitlán, así que vivimos solos los tres en Veracruz poco más de un año, hasta que mi madre se embarazó y mis padres decidieron que era mejor regresar al D.F. Eso fue por ahí de 1977.
A petición de mi abuela materna, nos fuimos al departamento 320 del 3º piso Ave Fénix del Condominio Insurgentes a vivir con ella.
Ese año tropical de mi vida, el mundo comenzaba y acababa en mi madre. Todo circulaba alrededor de nuestro pequeño planeta y mi papá era un satélite. Creo que disfruté mucho esa vida, porque tengo imágenes muy claras de ese año. Un huracán. La hamaca , mi muñeca preferida, un cuento sobre Bongo, el oso de circo. Recuerdo a una vecina, posiblemente adolescente, que tenía gatos. Mi madre se ha de acordar de ella. Creo que esa chica era mi único contacto con otros humanos.

Claro, mi mamá que también era prácticamente una niña. No conocía otro modo de crianza más que el que le tocó, que fue el de las nalgadas, y cuando no, la paliza. Pero durante esos primeros años, salvo un par de nalgadas por armar una pataleta, no hubo castigos fuertes ni nada.

Pero nos fuimos del paraíso tropical y allí comenzó la ordalía con el famoso bullying; que entre los años setentas y ochentas se llamaba simple y llanamente cabronada.

Reinaldo

    Después de no convivir con nadie más que con mis padres y la eventual visita de la vecina y sus gatos, llegamos al número 300 de Insurgentes sur, en los límites de la colonia Roma y la colonia condesa.
En el condominio vivían también tres niños más. Amanda, un año mayor que yo y Reinaldo, que tenía una hermanita como cuatro años menor que él. De Reinaldo y de su hermana no recuerdo los apellidos ni puedo deducir su edad porque cada año, acababa invariablemente reprobado y el pobre creo que nunca aprobó primero de primaria, así que no puedo saber su edad, pero en algún momento iba en el mismo grado que Amanda.
Sólo recuerdo que Reinaldo era un niño trastornadísimo. Lo recuerdo delgado, mal encarado; de piel… ¿verde? Así daba la impresión.
Tenía el cabello rojizo y ojos como de gato. Hacía mucho ruido todo el tiempo y jamás lo vi con otra ropa que no fuera su uniforme de primaria de gobierno.
Algo le pasó antes de que lo conociera. Quién sabe. Porque ese niño era la piel de judas. Por ejemplo: rompía todos los juguetes que caían en sus manos, no sólo los suyos. Maltrataba a cuanto animal cayera en sus manos (las arañas patonas eran sus víctimas favoritas) y le gustaba además rodar cosas por las escaleras del condominio, aunque acabaran hechas añicos.

La tragedia ocurrió cuando en un arrebato furioso, destruyó algunos juguetes de mi hermano y una colección de perfumes miniatura de Christian Dior que la señorita Inéz me había comprado en París. Yo tenía unos seis años porque era mi primer año en la primaria, David era un chiquito, todavía no entraba al kínder. El recuerdo del llanto de mi hermano todavía me eriza los pelos de la nuca.

Su madre era una especie de montaña de carnes colgantes que sólo salía de su departamento para llevarse a rastras a Reinaldo y a su hermana. El rumor era que la señora era contrabandista o fayuquera, no me acuerdo, y que ella dormía en la misma cama que Reinaldo y la hermanita.
Ellos vivían en el 309 con la abuela que era un pan de Dios y el hermano de la señora que era soldado.
Ir al departamento de Reinaldo era como ir de visita a la casa de “La gente detrás de las paredes”. Por las noches, se podían oír los golpes, los gritos y el llanto que se colaban por debajo de esa puerta. ¿Violencia intrafamiliar? Por supuesto. Pero nadie había acuñado el término todavía.

Creo que mi papá tuvo una plática muy seria con el hermano de la señora, esta última no era posible de abarcar por ningún lado, así que mi padre acabó con el asunto de las visitas de Reinaldo a la casa. Mi hermano y yo estábamos muy chicos como para defendernos solos.
Lo último que supe de él fue cuando fui a visitar el condominio hace unos quince años. Trabajaba en una tienda de dulces en el mismo condominio. Él me reconoció, pero a mí me tomó unos minutos adivinar quién era ese sujeto con cara de junkie. ¡Qué pena!
Hace poco fui a la 246 y por curiosa indagué si la tienda seguía allí. La entrada está tapiada. Ignoro si él sigue viviendo en el condominio y para evitarme de nuevo la vergüenza de no reconocer a nadie, mejor ahí murió.

(Fin de la primera parte de esta entrega semanal. Comprendo la cualidad inmediata del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios. Continúa “Amanda”)

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