Bravuconadas
de ida y de regreso. O de cómo aprendí a manejar la violencia pasiva y activa a
lo largo de quince años.
Primera parte
Hace
un par de noches, vi una versión más de Carrie que atrajo varios recuerdos
harto incómodos.
No pretendo hacer un
análisis de la novela, la serie y mucho menos un análisis comparativo entre
esta versión y la película. Lo que ocurrió esa noche, es que recordé cosas que
tenía muy olvidadas desde hace años. Cosas que en su momento fueron analizadas
en terapia pero que ahora puedo ver con la perspectiva enorme que me da estar
al borde de la mediana edad.
Pasé prácticamente desde que
aprendí a caminar hasta los quince años batallando con el tema del abuso por
agresión física o verbal.
Gracias a la vida en esta
dimensión, no tengo telequinesis. Si yo fuera personaje de película, novela o
historieta, creo que al llegar a la pubertad, habría estallado cual bomba H y
me habría llevado de corbata a por lo menos la mitad del DF.
Desde chica. Digamos desde
que tengo uso de razón y hasta llegada la adolescencia, fui el objeto de la
envidia y –un no sé qué- por parte de muchos niños y niñas. Mi refugio eran mis
libros, la terapia y el movimiento Scout. Pero también me refugiaba en una
agresividad pasiva que casi siempre me salía por la culata.
Aquí, un análisis detallado
de esos recuerdos, que poco les importan a ustedes, pero que me da la gana
ventilar.
Sin andadera.
Cuenta
mi mamá, que cuando apenas estaba comenzando a caminar, mi papá y ella, decidieron
que sería mejor para mi desarrollo no usar el recurso de la andadera, e
hicieron bien. Para ser una persona particularmente distraída, creo que mi
cerebro conecta con eficacia los actos de mi cuerpo.
Pero eso no evitó que una de
mis primas se divirtiera a mis costillas jalando mi vestido al pasar, hecha un
bólido, en su flamante andadera.
Creo que esa sería la primera
vez que el modo de vida elegido fue aprovechado por otro para sacarme ventaja. Aunque
creo que eso no me afectó tanto a mí, como a mi mamá que se cansaba de
defenderme, agriando momentáneamente su relación con las hermanas de mi papá.
Durante esos años de bebé,
vivíamos con mi abuela paterna en el edificio Gaona, justo enfrente de
Gobernación y el Reloj Chino. Convivía con mis primos hermanos. Unos vivían en
el mismo edificio y otros iban de visita cada fin de semana. Cuando estábamos
todos juntos, sumábamos unos veinte niños y adolescentes, sin contar a los
adultos. Claro que el incidente de la andadera se repitió en otras ocasiones y
bajo distintas circunstancias y con otros protagonistas. Imaginen la cantidad
de escuincles todos en una casa de dos pisos. Entre niños, bebés y
adolescentes. Todos con el apellido Alvarado en común, éramos capaces de
provocarle una jaqueca al más acomedido. Por lo tanto, no nos quedaba de otra más que
“llevarnos” y el que se lleva, se aguanta.
Luego le dieron un trabajo a
mi papá hasta Minatitlán, así que vivimos solos los tres en Veracruz poco más
de un año, hasta que mi madre se embarazó y mis padres decidieron que era mejor
regresar al D.F. Eso fue por ahí de 1977.
A petición de mi abuela
materna, nos fuimos al departamento 320 del 3º piso Ave Fénix del Condominio Insurgentes a vivir con ella.
Ese año tropical de mi vida,
el mundo comenzaba y acababa en mi madre. Todo circulaba alrededor de nuestro
pequeño planeta y mi papá era un satélite. Creo que disfruté mucho esa vida,
porque tengo imágenes muy claras de ese año. Un huracán. La hamaca , mi muñeca preferida, un cuento sobre Bongo, el oso de circo. Recuerdo a una vecina,
posiblemente adolescente, que tenía gatos. Mi madre se ha de acordar de ella.
Creo que esa chica era mi único contacto con otros humanos.
Claro, mi mamá que también
era prácticamente una niña. No conocía otro modo de crianza más que el que le
tocó, que fue el de las nalgadas, y cuando no, la paliza. Pero durante esos
primeros años, salvo un par de nalgadas por armar una pataleta, no hubo
castigos fuertes ni nada.
Pero nos fuimos del paraíso
tropical y allí comenzó la ordalía con el famoso bullying; que entre los años
setentas y ochentas se llamaba simple y llanamente cabronada.
Reinaldo
Después de no convivir con
nadie más que con mis padres y la eventual visita de la vecina y sus gatos,
llegamos al número 300 de Insurgentes sur, en los límites de la colonia Roma y
la colonia condesa.
En
el condominio vivían también tres niños más. Amanda, un año mayor que yo y Reinaldo,
que tenía una hermanita como cuatro años menor que él. De Reinaldo y de su
hermana no recuerdo los apellidos ni puedo deducir su edad porque cada año,
acababa invariablemente reprobado y el pobre creo que nunca aprobó primero de
primaria, así que no puedo saber su edad, pero en algún momento iba en el mismo
grado que Amanda.
Sólo
recuerdo que Reinaldo era un niño trastornadísimo. Lo recuerdo delgado, mal
encarado; de piel… ¿verde? Así daba la impresión.
Tenía
el cabello rojizo y ojos como de gato. Hacía mucho ruido todo el tiempo y jamás
lo vi con otra ropa que no fuera su uniforme de primaria de gobierno.
Algo le pasó antes de que lo
conociera. Quién sabe. Porque ese niño era la piel de judas. Por ejemplo: rompía
todos los juguetes que caían en sus manos, no sólo los suyos. Maltrataba a
cuanto animal cayera en sus manos (las arañas patonas eran sus víctimas
favoritas) y le gustaba además rodar cosas por las escaleras del condominio,
aunque acabaran hechas añicos.
La tragedia ocurrió cuando en
un arrebato furioso, destruyó algunos juguetes de mi hermano y una colección de
perfumes miniatura de Christian Dior que la señorita Inéz me había comprado en
París. Yo tenía unos seis años porque era mi primer año en la primaria, David
era un chiquito, todavía no entraba al kínder. El recuerdo del llanto de mi
hermano todavía me eriza los pelos de la nuca.
Su madre era una especie de
montaña de carnes colgantes que sólo salía de su departamento para llevarse a
rastras a Reinaldo y a su hermana. El rumor era que la señora era
contrabandista o fayuquera, no me
acuerdo, y que ella dormía en la misma cama que Reinaldo y la hermanita.
Ellos vivían en el 309 con
la abuela que era un pan de Dios y el hermano de la señora que era soldado.
Ir al departamento de Reinaldo
era como ir de visita a la casa de “La gente detrás de las paredes”. Por las
noches, se podían oír los golpes, los gritos y el llanto que se colaban por
debajo de esa puerta. ¿Violencia intrafamiliar? Por supuesto. Pero nadie había
acuñado el término todavía.
Creo que mi papá tuvo una
plática muy seria con el hermano de la señora, esta última no era posible de
abarcar por ningún lado, así que mi padre acabó con el asunto de las visitas de
Reinaldo a la casa. Mi hermano y yo estábamos muy chicos como para defendernos
solos.
Lo último que supe de él fue
cuando fui a visitar el condominio hace unos quince años. Trabajaba en una
tienda de dulces en el mismo condominio. Él me reconoció, pero a mí me tomó
unos minutos adivinar quién era ese sujeto con cara de junkie. ¡Qué pena!
Hace poco fui a la 246 y por
curiosa indagué si la tienda seguía allí. La entrada está tapiada. Ignoro si él
sigue viviendo en el condominio y para evitarme de nuevo la vergüenza de no reconocer
a nadie, mejor ahí murió.
(Fin
de la primera parte de esta entrega semanal. Comprendo la cualidad inmediata
del Internet y la imposibilidad de mantener la atención de los lectores
internautas, así que he decidido cortar este texto en varios episodios. Continúa
“Amanda”)
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