A veces escribo. A veces nomas me da por moler
A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.
jueves, 21 de octubre de 2010
miércoles, 13 de octubre de 2010
De todos modos ¿quién dijo que sólo en los Estados Unidos está el sueño americano?
Los sueños americanos con rostro van y vienen haciendo su vida, adoptando a México como su país, y a la topografía artificial del DF como su hogar.
Esta ciudad es de todas las nacionalidades y desde su misma fundación el 18 de Junio de 1325 DC, ha sido ciudad refugio; santuario de aquél al que su país le ha quedado muy chico. Nunca en paz, siempre arrebatado a la fuerza como podría contar en sus piedras el señorío de Azcapotzalco.
Dos de mis bisabuelos, uno proveniente de Cantón y el otro de Badajoz, se juntaron con mujeres que ya llevaban en su código genético el mestizaje intrincado de lo que ahora se llama “mexicano”, un tema tabú que implica tanto que no me atrevo a abarcar ni el bordecito.
Cada vez que se me ocurre enumerar la mescolanza que se bate en mis venas acabo calificada como racista en el peor de los casos, etnocentrista en el menor; aunque aún no entiendo la diferencia.
Pero esa noción de migrante la llevo como un par de botas de campo traviesa. En mis viajes siento cómo ese código genético se activa motivando a mi instinto de supervivencia: Salgo de casa y me vuelvo mejor, con más recursos mentales, mis ojos ven de otra manera lo que no tiene un código familiar.
Regreso al sur de Tlalpan y me aplatano, me da una flojera inmensa ir y hacer mundo. ¿Será por eso que Tlalpan está lleno de enfermos, locos y religiosos?
Luego de vuelta al aeropuerto, al camión, al Atlas.
Al tren (ay dios) Ya no se puede, está muy caro y distante.
A veces siento que mi consciencia crece un par de centímetros por cada milla acumulada.
Migrantes, inmigrantes, migración y pata de perro.
Algo que en este continente lleva la marca de la supervivencia.
Tengo un par de semanas yendo y viniendo de Tlalpan a la Roma/Condesa, ya que es en mi viejo barrio donde está el médico que extirpó soberano lunar que le había dado por crecer en mi nariz.
Y voy a pasear el terruño de la infancia y me lamento por los rincones que esas rameras que en sus momentos se llamaron: LA CRISIS, se han llevado entre las patas lo que fue una comunidad más sencilla.
Ya se fue el hospital de muñecas, la panadería Hipódromo, la tiendita de la viejita cochina, el dolce gelatto, el Paris Londres. Sobrevive de milagro Hollywood aunque sus hamburguesas ya no saben igual y el Mr Kelly’s que sigue tan setentero como hace treinta y tantos años. Ni el modesto gigio’s pizza, ni un solo mugre burguer boy.
Tampoco encuentro los personajes: El señor Sikh que yo creía que era el mismísimo Sandokan. La viejita de las palomas con la cual platicaba ya no sé de qué. El globero que dibujaba lo que fuera a encargo en sus globos. Don Paleto, las Guías de México, Don Emilio que daba la bienvenida en el Condominio Insurgentes, que ahora se levanta como una lápida mugrosa.
La manada de perros hippies comandados por el güero. Los patos canadienses que un día llegaron solitos al parque México.
Me doy cuenta que sigue siendo un barrio de migrantes que nunca, nunca, nunca, se quedaran amarrados a una sola cama en un solo gueto y un solo acento. Migrantes que tienen hijos sin pedigrí, que hablan dos o tres idiomas sin problemas pero todos mexicanos, con ojos profundos, nacidos sabios por obra y gracia del amor, o por lo menos de la lujuria.
Igual que en el área de la bahía de San Francisco, único lugar en Estados Unidos donde siento lo mismo que siento cuando regreso a la Roma/Condesa.
A veces creo que todos somos ya mestizos.
Que todos somos hijos, nietos, bisnietos de aquel Ulises que se echó a andar.
No somos Criollos, sino MESTIZOS.
Perros corrientes y felices que preferimos barrios como la añorada Roma a la que volveré aunque se caiga en el siguiente terremoto.
Tlalpan, que significa “sobre la tierra”, me ha quedado muy chica.
Como que prefiero un lugar donde los acentos sean tan variados como los sabores.
Un lugar donde la vecina de al lado le enseñe a su loro a decir groserías en coreano y que éste le conteste en Purépecha o Lunfardo.
Prefiero sentir que estoy en el mundo y no en un escaparate de artesanías que ostentan precios de cuatro cifras.
El sueño americano toma un café con leche en una fondita de barrio, deja una propina y se va a trabajar haciendo historias.
El sueño americano habla esta cosa parecida al Castellano ¿Qué no lo sabían? Pero aprende de memoria al menos una palabra de cada idioma, llevando en sí el recuerdo de la lengua del imperio: El latín.
Esta ciudad es de todas las nacionalidades y desde su misma fundación el 18 de Junio de 1325 DC, ha sido ciudad refugio; santuario de aquél al que su país le ha quedado muy chico. Nunca en paz, siempre arrebatado a la fuerza como podría contar en sus piedras el señorío de Azcapotzalco.
Dos de mis bisabuelos, uno proveniente de Cantón y el otro de Badajoz, se juntaron con mujeres que ya llevaban en su código genético el mestizaje intrincado de lo que ahora se llama “mexicano”, un tema tabú que implica tanto que no me atrevo a abarcar ni el bordecito.
Cada vez que se me ocurre enumerar la mescolanza que se bate en mis venas acabo calificada como racista en el peor de los casos, etnocentrista en el menor; aunque aún no entiendo la diferencia.
Pero esa noción de migrante la llevo como un par de botas de campo traviesa. En mis viajes siento cómo ese código genético se activa motivando a mi instinto de supervivencia: Salgo de casa y me vuelvo mejor, con más recursos mentales, mis ojos ven de otra manera lo que no tiene un código familiar.
Regreso al sur de Tlalpan y me aplatano, me da una flojera inmensa ir y hacer mundo. ¿Será por eso que Tlalpan está lleno de enfermos, locos y religiosos?
Luego de vuelta al aeropuerto, al camión, al Atlas.
Al tren (ay dios) Ya no se puede, está muy caro y distante.
A veces siento que mi consciencia crece un par de centímetros por cada milla acumulada.
Migrantes, inmigrantes, migración y pata de perro.
Algo que en este continente lleva la marca de la supervivencia.
Tengo un par de semanas yendo y viniendo de Tlalpan a la Roma/Condesa, ya que es en mi viejo barrio donde está el médico que extirpó soberano lunar que le había dado por crecer en mi nariz.
Y voy a pasear el terruño de la infancia y me lamento por los rincones que esas rameras que en sus momentos se llamaron: LA CRISIS, se han llevado entre las patas lo que fue una comunidad más sencilla.
Ya se fue el hospital de muñecas, la panadería Hipódromo, la tiendita de la viejita cochina, el dolce gelatto, el Paris Londres. Sobrevive de milagro Hollywood aunque sus hamburguesas ya no saben igual y el Mr Kelly’s que sigue tan setentero como hace treinta y tantos años. Ni el modesto gigio’s pizza, ni un solo mugre burguer boy.
Tampoco encuentro los personajes: El señor Sikh que yo creía que era el mismísimo Sandokan. La viejita de las palomas con la cual platicaba ya no sé de qué. El globero que dibujaba lo que fuera a encargo en sus globos. Don Paleto, las Guías de México, Don Emilio que daba la bienvenida en el Condominio Insurgentes, que ahora se levanta como una lápida mugrosa.
La manada de perros hippies comandados por el güero. Los patos canadienses que un día llegaron solitos al parque México.
Me doy cuenta que sigue siendo un barrio de migrantes que nunca, nunca, nunca, se quedaran amarrados a una sola cama en un solo gueto y un solo acento. Migrantes que tienen hijos sin pedigrí, que hablan dos o tres idiomas sin problemas pero todos mexicanos, con ojos profundos, nacidos sabios por obra y gracia del amor, o por lo menos de la lujuria.
Igual que en el área de la bahía de San Francisco, único lugar en Estados Unidos donde siento lo mismo que siento cuando regreso a la Roma/Condesa.
A veces creo que todos somos ya mestizos.
Que todos somos hijos, nietos, bisnietos de aquel Ulises que se echó a andar.
No somos Criollos, sino MESTIZOS.
Perros corrientes y felices que preferimos barrios como la añorada Roma a la que volveré aunque se caiga en el siguiente terremoto.
Tlalpan, que significa “sobre la tierra”, me ha quedado muy chica.
Como que prefiero un lugar donde los acentos sean tan variados como los sabores.
Un lugar donde la vecina de al lado le enseñe a su loro a decir groserías en coreano y que éste le conteste en Purépecha o Lunfardo.
Prefiero sentir que estoy en el mundo y no en un escaparate de artesanías que ostentan precios de cuatro cifras.
El sueño americano toma un café con leche en una fondita de barrio, deja una propina y se va a trabajar haciendo historias.
El sueño americano habla esta cosa parecida al Castellano ¿Qué no lo sabían? Pero aprende de memoria al menos una palabra de cada idioma, llevando en sí el recuerdo de la lengua del imperio: El latín.
Tomado de varias notas escritas en servilletas y
papelitos en mis últimas visitas al doctor.
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