Antes
del terremoto, convivía con mis primos; digamos,
cordialmente y en las Guías yo era una niña poco comprometida, aunque
extrovertida. Lectora voraz, melómana, muy despierta. No parecía romper un
plato salvo cuando peleaba con mi madre. Detestaba los juegos “de contacto” y
me cagaban Menudo, Los Chamos y el Puma.
Mis padres se habían
separado. Mi papá vivía en casa de Mamá Fina y tenía una novia. Mi mamá también
tuvo un novio aparte, pero la cosa no cuajó. Yo estaba hecha un camote, pero
quedó claro que la separación era mejor que la bronca. La explosión aguardó en
mi ego todavía unos años más.
Para 1984, procuraba no
mezclar los asuntos escolares con el resto de mi vida. El famoso chipote con
sangre se convirtió en un momento cumbre: nadie me hablaba al llegar los
últimos meses del cuarto grado de primaria y el siguiente otoño me cambiaron a
Decroly. Escuché por primera vez la palabra Feminismo y comencé a leer sobre el
tema, sin entender una sola palabra, en unas revistas llamadas Fem, que mi madre compraba sin falta
hasta que se acabó la revista.
Amanda comenzó a evitarme, Reinaldo
vivía recluido definitivamente en su departamento y yo era más alta y más fornida
que mis congéneres. Estaba, como dicen los ingleses: full of piss and vinegar.
Cada sábado, a las 4 de la
tarde, metida en mi uniforme de Guía, me convertía en una niña dulce y atenta,
pero jamás fingí serlo. Declaré abiertamente que era feminista y atea. Mis
amigas eran sólo dos: Jatzibe y Rosita. Las dos eran una cosa de melcocha, sobre todo Jatzibe, de
la cual, lo último que supe es que había comenzado el noviciado en no sé qué
orden de monjas. Rosita se me perdió al llegar a la pubertad. Cumplí los diez
años, convencida de que Dios no era una persona, que la iglesia era una
vacilada y que el feminismo era el único camino para la libertad de toda la
humanidad.
También convivía mucho con
las amigas de mi madre, sobre todo con Patricia y Amy Varlan. A esta última la
seguía mucho ya que su poesía me encantaba. Antes que con Benedetti y Sabines; mi
primer contacto sigiloso con la poesía en particular y la literatura en general
fue Amy Varlan. Pero ese respeto se dio en silencio hasta que llegué a los 18
años, antes de eso, lo que más me gustaba era leerla.
A mi papá le daba cosa que
yo me involucrara en esos temas de poesía y feminismo, pero sé que estaba muy
orgulloso de mi postura ante la religión.
Finalmente, fue él quien me
inició en las artes de la rebeldía.
Llegué a Decroly con una
actitud desafiante que no le cayó bien a nadie y lo primero que hice fue
amistarme con la chica que no se llevaba bien con el grupo. Detalles de esto y
de esa etapa decroliana, están en Para detectar a un Vóldemort en Potencia Pero algo que no digo en ese
ensayo, es la razón del que sufre el abuso por parte del bravucón. Me tomó años
llegar a estas conclusiones, así que ahí les va:
Hay varios tipos de
violencia. No me refiero a formas y técnicas sádicas ni hablo de posiciones a
la hora de golpear.
Está pues, la violencia
origen, que es la madre de todo lo que viene después.
La violencia origen parte de
las circunstancias que propician la posición violenta del sujeto:
Falta de alimentación,
educación, techo y recursos debido a la situación socio-económica de la
comunidad donde se desenvuelve el sujeto. (Por ejemplo, la
mayoría de la gente en México está en esta situación)
Yo creo esta es la causa más
común en los estratos socioeconómicos más vulnerables. Era definitivamente el
caso de Reinaldo. El hacinamiento en que vivía esa familia cobró precio en el
pobre de Reinaldo, que en realidad no era un desalmado, pero repetía en otros
lo que en él se “ensayaba”. Era el único modo en que podía identificarse dentro
de su medio.
Condicionamiento
del cariño (premio-sustitución-castigo)
Este era el caso de Amanda. No sé si sus padres la tenían
condicionada, pero había un intercambio de seguridad emocional por objetos. Si
padre era una figura severa y lejana.
Creo que yo convivía más con
ambos padres a pesar de las separaciones que ocurrían entre ellos. La presencia
de ellos era tal, que ni siquiera vi con malos ojos que mi madre se tomara
vacaciones ella sola, por ejemplo. Jamás trataron de sobornarme con nada y si
algo era merecido: compensación o castigo, era recibido como tal, sin lecturas
entre líneas.
Lo de Amanda era venganza
pura: no recibía atención en su casa y su único recurso para recibir afecto era
condicionándolo.
Exceso
o ausencia de atención. Este caso es muy interesante ya que se
da cuando uno de los padres o ambos o algún otro miembro de la familia sufre alguna condición mental.
El caso que más he notado es
cuando uno de los padres sufre de narcisismo. Como que el hijo del narcisista
se repliega al grado que provoca que los congéneres le pongan atención, al
grado de aceptar castigos.
Casos dramáticos de esto,
los tengo localizados ya ahora que soy una mujer adulta. Era el caso de una
chica que era mi amiga en Decroly. Su madre y hermanos eran el centro de la
atención del universo entero, con sus pequeños dramas y pataletas diarias. Esta niña, que de por sí tenía algún problema
cognitivo o de plano neurológico, no podía digerir una soledad que es un crimen
a cualquier edad.
Se encerró en una infancia
alargada que no sé en qué acabó.
Nuestra amistad terminó cuando ella se fue de la escuela.
Ausencia
de estabilidad. Mis padres se separaron dos veces y se
divorciaron una vez.
Si bien, no era necesario
compensar nada con atenciones hacia mi hermano y yo, la casa se tambaleaba. No
había una figura de autoridad estable ya que esa la disputaban mis padres y mi
abuela. Al final de cuentas las ganonas
eran mi nana María y las distintas amistades abusivas que pasearon por mi
panteón amoroso.
Un niño en un hogar
inestable, puede caer en dos posiciones: la de la víctima o la del vengador
victimario.
Unos niños, aupados por la
cultura espantosa del catolicismo “mea culpa, mea culpa” creen realmente que se
merecen el castigo por haber hecho algo mal y no sólo eso. Reciben el castigo como un premio, Con la promesa de que se ganarán el cielo o de que el sufrimiento los hace ser mejores, regresan a su casa o al patíbulo pensando que dios les ama.
El vengador victimario
quiere regresar, como héroe, al orden del principio de todas las cosas. Desea que
ese balance se dé “matando al dragón”.
Deseo
de recobrar el equilibrio (o la adjudicación de problemas ajenos cuando uno se
cree el centro del universo) Y creo que este era mi
caso: con todo ese bagaje, llegué a Decroly. Era un fiambre emocional, con todo
el relajo que puede llevar una niña pre púber común y corriente, en una época
donde se exaltaba la “filosofía” del “winner”.
Y ya se imaginarán, hice
propio el problema de mis padres, el terremoto, el cambio de vida radical. Era una
niña cuando comencé a ir a cualquier tipo de protesta o mitin: que si la marcha
por la paz, que si el feminismo, que si esto o lo otro. Era Mafalda o más bien,
la radical Libertad. Me fui colgando todas las esferas posibles, hasta el grado
de no creer que hubiera una niña como yo en el universo. Mis primas vivieron su
pubertad bailando y coqueteando, las chicas de las Guías, rezando. Yo leía por
primera vez a Rosario Castellanos y a Poniatowska, por ejemplo.
Y no sólo eso. Una vez que
uno detecta una injusticia o algo que no es agradable, uno agarra y lo ataca.
De allí que muchos niños,
ahora llamados bullies, detecten con facilidad esos defectos y los ataquen. Un niño débil se convierte en el blanco de las agresiones, porque
nadie quiere ser débil. Si a eso le sumamos lo que la sociedad actual considera
indeseable, pues tenemos un rosario de objetivos que un niño, de por sí
abusado, va a querer atacar. Dos de esos objetivos indeseables son los que han
provocado casos de acoso escolar gravísimos y son la pobreza y la
homosexualidad. La pobreza parece hasta inevitable en este país y la
homosexualidad ES y no es ni contagiosa ni curable porque no es una enfermedad.
Pero en esta cochina sociedad se ataca al que tiene estas dos características y
de pasada, si uno no encaja en ningún patrón de belleza reconocida, sale peor.
Cuando llegué a Decroly,
pensé que era la única y llegué allí con una actitud tremenda, además, yo era
muy agresiva. Me había abierto el paso en el Aberdeen y con mis vecinos a punta
de chingadazos. Pasé por al menos uno de los puntos arriba mencionados.
Fueron los niños decrolianos
los que me bajaron los humos, primero con jugarretas para ver de qué estaba
hecha o de plano rechazo y después con tales bromas, que durante años, circuló
el rumor de que tres de los chicos de mi grupo me habían violado enfrente de
todo el grupo y aupados por la líder de este.
Lo que había propiciado tal
rumor era que en efecto, se les había pasado la mano en un juego de gallinita
ciega y acabé manida como si fuera el último bolillo del día. Para cuando
ocurrió eso, yo ya estaba desarmada socialmente. Mi única amiga era esa chica
que les conté que no se llevaba bien con nadie. Después vi que era porque tenía
algún problema. Nunca lo supe. Era extravagante, se ensimismaba al grado de no
hablar. Se mordía las uñas. Se comía los mocos. En fin. Todo eso que ella hacía
me fue adjudicado también, cuando en realidad, lo que ocurría es que yo era el
bully de otra escuela y de pronto, era la “perdedora”.
Ese concepto era nuevo y
recién en esos 80’s color rosa neón, la palabra “perdedor” seguía usándose en
castellano, pero toda la carga cultural ya era heredada de esas películas
gabachas que tocaban el tema, comenzando por “La venganza de los nerds”, “El
Club de los Cinco” y acabando con todo el demás rosario de películas de John
Hughes.
Era una maña espantosa eso
de querer ser “popular”. Y una de las cosas que tenía que hacer uno para ser
popular era molestar al “prieto”, al “raro”, a “la fea”, a “la gorda”, al “indio”
al “naco”. Al que fuera distinto.
Mi actitud de súper niña no
cuadraba con esto y luego de que la chica menos popular se salió de la escuela,
me tocaba a mí cargar con el milagrito. Llegué a la secundaria como la
apestada.
No aguanté, claro.
A la par de esa situación,
fue menester entrar a terapia una vez más, esta vez, sin la familia mediante.
Me tocaba echarme ese trompo a la uña yo sola. Comencé la terapia a los doce.
No recuerdo cuando llegué a
terapia por primera vez, pero sí recuerdo cuando felizmente llegábamos a tener
alguna epifanía.
Pero a decir verdad, lo que
más me ayudó en ese tiempo, provino de una fuente inesperada: Una de las chicas
populares.
Era el segundo año de
secundaria. Yo ya estaba hasta la coronilla con todo el asunto de ser la naca
apestada. Contaba con algunas amistades que, por bien mutuo, eran más o menos
superficiales y mientras, seguía yendo a las guías, a terapia, a clases de esto
y lo otro.
Convivía mucho con adultos y
de vez en cuando, era invitada a salir con otros compañeros de clase que, más
evolucionados tal vez, no se integraban a lo que podría parecer mi pamba pública.
Mejor para mí: así tenía
tiempo para leer y escribir. Pero ya era diario el abuso.
Una tarde, antes de salir a
recreo, esta chica esperó a que todos salieran y me jaló hasta la entrada del
baño. No había nadie alrededor, pensé que me iba a pegar pero no. –Cris, me dijo tomando mis hombros, -No te
dejes. – ¿Qué? No podía creerlo. Ella seguía preocupada porque no la fuera a
ver su palomilla, en especial su líder.
–No te dejes- repitió.
Y se fue tan campante al
patio.
Yo me quedé allí parada con
cara de baqueta. ¿De dónde venía ese súbito acto de apoyo?
Esa tarde platiqué de eso
con mi terapeuta.
No sabía qué hacer para “no
dejarme”. Pero el destino fue tendiéndome la mano. Hice de todo: Tratar de
jugar más con mis compañeros, estudiar con más ahínco, tratar de ser más
participativa en las asambleas, enrolarme en una planilla y hasta intenté sobornar
a los bullies con fotos que había robado de la colección de pornografía de mi
padre.
(Señores padres de familia,
no insistan en esconder pornografía en sus casas, sus hijos la van a encontrar
donde sea que la metan). Esto último fue una puntada que todavía me hace reír.
Me gané soberano regaño, pero sé que los chicos recuerdan eso y también les da
risa.
Vaya, hasta terminé liada a
madrazos con un chico que sí era mi amigo, o algo cercano a eso. Más adelante
sí nos hicimos amigos e incluso, llegamos a besuquearnos y esas ondas del
noviazgo adolescente. Luego me pregunté si lo mío no era masoquismo, a pesar de
que el incidente del pleito que tuvimos un año antes no fue más que un mal
entendido y un exceso de hormonas.
Luego llegaba a terapia a
trabajar con ello: Estaba provocando que me agredieran. Era una manera de
llamar la atención. Lo que quería, por supuesto, era ser aceptada e incluso
amada y como eso no se conseguía así de fácil y menos en un círculo tan pequeño
(éramos sólo doce niños en ese grupo) lo conseguí provocando la agresión.
También en esos tiempos fue que escuché por primera vez la frase “círculo
vicioso” y eso era en donde seguía atrapada. Mi falta de popularidad era lo que me hacía ser popular. Esto en términos Hughianos, claro.
Pero entre el punto en el
que la emisaria del bando popular me dijera “no te dejes” y el punto en el que
caí en cuenta que el 50% de las agresiones de las que era objeto, las provocaba
yo inconscientemente, tuvieron que pasar varios años y que la líder del grupo
de populares se fuera de la escuela. De todos modos, los insultos se iban haciendo más coloridos conforme llegaba al segundo año de secundaria.
Un día mi madre, que estaba muy al tanto de mi situación, no se crean; me preguntó que qué entendía cuando los chicos del salón me decían “mámame
la verga”.
Yo me quedé de a seis. –Ellos
ni saben lo que te están diciendo. Suena horrible, ya lo sé; pero finalmente es
sexo oral y eso puede ser muy placentero, incluso cuando se lo proporcionas a
alguien más. Ya lo verás cuando tengas una vida sexual activa.
Mi madre siempre ha sido muy
correcta para hablar.
Me desarmó por completo. Me di
cuenta que los insultos eran de lo más idiota y luego aprendí aún más cuando
llegó a mis manos Trópico de Cáncer.
Por fin mis hormonas estaban
llegando al lugar adecuado y gracias a dios había más Miller que porno en mi
vida.
Que me mandaran a mamar
vergas dejó de ser un insulto. Pero por amor a la paz, esas conclusiones las
dejaba para mis sesiones de terapia.
Ni Indio, ni puta, ni lesbiana, ni
prieto, ni naco ni pintorescas mandadas a chingar a mi madre, continuaron
siendo insultos; tan solo eran ausencia de un vocabulario más amplio.
Llegué a los catorce años
más relajada. Ya sabía que si montaba un numerito en el que yo me asumía la
víctima, el chingado bullying seguiría. Aprendí a no dejarme, con el último
recurso que quedaba intacto: mi inteligencia.
No tuve que sacrificar nada.
Me di cuenta de que llevaba una doble vida: era bully y bullie. Víctima y
victimario.
Sólo le di la espalda al
miedo, que no es otra que la hija de la ignorancia. Me di cuenta de que ella, y
no las niñas populares, era la verdadera enemiga.
Llegué libre al borde del
cambio de década.
Cuando cumplí quince años,
me di la libertad de besuquear a chicos que entraban en la categoría de “populares” (mi primer beso me lo dio un chico que salía en la obra Vaselina. Era tres años mayor que yo y como cinco años más bruto que yo. qué lástima).
Dejé de creerme víctima del divorcio de mis padres, del terremoto que acabó con
mi Roma adorada; dejé de ser la nerd víctima de la chica rubia y bonita. Dejé
de sentirme aparte de un mundo y me dejé llevar por él. Es más, mi mejor amiga
ahora es mi prima hermana y con ella llegaron chicos, más amigas, hormonas,
aventuras.
Dicen que la adolescencia es
espantosa, pero ni ella ni mi infancia podrán hacer que ahora, que felizmente
llego a la mediana edad, diga “qué espanto”.
Una vida creyendo que se es
la víctima, no es vida, son dos vidas y ambas pesan mucho.
Las bravuconadas son de ida
y vuelta. Y son las que nos hacemos a nosotros mismos, son las que más trauman,
las que más duelen.
Que el Tao les sea propicio.