Recuerdo el choque cultural que sufrí la primera vez que fui a casa de Toño Perenganito, allá por 1994. Eso sucedió una tarde saliendo de la Nacional de Música, no sin antes escuchar asombrada una petición especial:
-Por favor, no hables de política ni de los zapatistas ni nada de eso.
¡Qué susto! Nunca me habían pedido semejante cosa, a mí, que siempre me estimularon a decir lo que se me diera mi chingada gana.
Antonio, sería mi novio número seis.
Ah sí. Yo me creía ya muy grande, con harta experiencia. Tenía 20 añotes y ya me sentía la muy, muy. Tanto como para hacer de comer a toda su familia, el cual era el plan para esa tarde.
Tengo que aclarar algo. De cocinera, lo único que tenía eran instintos y resentimientos hacia la cocina como lugar de trabajo; todo por culpa del Rincón Chino.
Para mí, cocinar en casa significaba rebelarme del restaurante. Significaba no arriesgarme a ayudar a nadie ya que si se me ocurría ir después de clases, acababa invariablemente pelando calamares, lavando trastos, picando pollo y levantando muertos en las mesas (Esa frase es un argot restaurantero, de esto hablaré otro día).
En vez de ir al restaurante entre semana, yo cocinaba en casa. Podía darle cuerda a mi impulso artístico, aunque los primeros menús caseros se limitaran a hacer huevos con jamón y sándwiches de tocino con queso tipo manchego y Oaxaca derretido con lechuga y jitomate.
Toño adoraba esos sándwiches. Por eso me invitó a su casa ese día para prepararlos a su familia. Dos hermanos (el adolescente Chucho era mi favorito), dos hermanas, una mamá muy enfermita, un papá cazador de tesoros (en serio) y una abuelita muy divertida que adoraba al cruz azul.
Llegué a la casa de Toño, una casa bastante grande en los límites de las Águilas en Álvaro Obregón, con una reproducción certificada de la virgen de Guadalupe justo en el Hall, arriba de una mesita de vidrio y madera pintada de dorado donde descansaban todo tipo de pendejadas para el pelo y un espejo.
“Socorro”, pensé. “¿Cómo fui a meterme con este güey?”.
Se imaginarán lo que siguió.
Me encontré encerrada en una casa suburbial y con la clase de gente que no puede comer sin “chilito”. Y yo, con mis sandwichitos desabridos haciendo de tripas cuajo y corazón para no tener que hablar sobre nada.
Entonces, la abuelita de Toño vino al rescate. Esta mujer de casi 90 años, sacó del refrigerador dos jitomates saladet, dos chiles serranos, un diente de ajo y una pizca de sal gruesa. Puso todos los ingredientes en un comalito retorcido y renegrido. Mientas asaba todo junto, sacó un puñito de cilantro fresco, lo enjuagó levemente y lo picó junto con un pedacito de cebolla blanca. Y un limón verde que luego exprimió sobre la cebolla.
-A mí me gusta más asado con todo y la cebolla, pero a estos les gusta cruda y además con limón. A todo le echan limón agrio, estos mensos no saben comer.
Y luego sacó un molcajete diminuto, como de juguete. ¿De dónde diablos lo sacó? Después lo supe. Pero como un aparecido, el molcajetito estaba allí paradito, esperando a que lo del comal estuviese al punto.
Un año después, ese mismo molcajete apareció con un malabar, de entre las ropas de la señora, en Tula Tamaulipas, después del entierro de su hija que murió de cáncer el mismo día que iba yo a cortar con Antonio, el cortón tuvo que esperar unos meses ya que el pobre quedó hecho un trapo después de eso y me daba cosa mandarlo al diablo.
De vuelta a la casa de Toño, la viejita se rió de mi cara. Se aseguró de que nadie más escuchara nada. Estábamos solas ya que a nadie en toda esa casa le interesaba un pepino lo que ocurriese en la cocina.
-Este molcajete es mío nada más. Me lo llevo a todos lados porque me gusta hacer mi salsita aquí y nadie le atina a mi salsita pa que pique sabroso.-
Metió los ingredientes al molcajete.
-Nomás yo me la sé bien. Chin, chin, mole aquí y listo. Siempre viajo con mi molcajete desde que era chiquita. Me llevaba el metate también pero pesa mucho.-
Y luego soltó una carcajada.
Me dio a probar una cucharada que me enchiló hasta el oxipuccio. Estaba deliciosa la condenada, era como esos vinos que al primer sorbo saben a una cosa y después de dos o tres tragos, saben a otra.
La salsa me reventó la boca con su picor, que luego se transformó en el dulce del jitomate y luego, el ajo vino a calmar mis papilas; luego quedó un calorcito sabroso y ahumado en mi lengua. La salsa perfecta.
Me ofreció una taza de café frío que acepté sudando pero feliz.
Luego, haciendo un mohín, la viejita le agregó la cebolla el cilantro con el limón y me dio a probar de nuevo la salsa.
Como cualquier otra salsa molcajeteada. Puro chile con limón y jitomate. Arruinada.
Los mentados sándwiches quedaron fantásticos ese día, y créanme que no mencioné para nada ni mis tendencias a la izquierda, ni protesté cuando la hermana mayor de Toño dijo refiriéndose a los Zapatistas: “Pobrecitos inditos, es que no saben lo que hacen.”. Ella trabajaba en gobernación.
Que el cielo, el infierno y todos los budas bendigan a la abuelita de Toño, que me miró como diciendo “dale chance y ahí muere…” Y cambió la conversación hacia otras playas más superficiales.
-¿Quién me va a llevar a ver a mi Virgencita este año? Ya va siendo dos de diciembre.
Ese día decidí que lo único que valía la pena de todo ese noviazgo, era la abuelita con su molcajete enano y su salsa secreta que he llevado en mi mente todos los quince años después de ese día en que tuve mi primer contacto con una familia tan dolorosamente chilanga, tan católica, pambolera e indolente.
Diez años después, me encontré en la ENAP a Chucho, hermano menor de Toño. Todo un gótico, vestido de terciopelo negro y con delineador en boca y ojos.
-Mi abuelita te quería mucho, se acordaba de ti siempre.
-¿Qué pasó con su molcajete? –pregunté.
-Se perdió. Por ahí ha de andar, ya aparecerá. Está bien padre ese molcajete, si lo encuentro, me lo quedo.
Me acordé de asunto de la salsa ya meses después. Con Chucho perdí contacto cuando terminé la carrera. Chin.
Se perdió.
Yo le debo esa salsa molcajeteada, y en honor al gusto particular de su abuelita, sigo haciéndola con la cebolla asada, en vez de picada en crudo y sin limón agrio ni cilantro.
Pero, le debo al recuerdo de la complicidad silenciosa de esa mujer paciente, la noción de una mexicanidad que hasta ese día me era desconocida y hasta amenazadora.
Desde entonces viajo con un molcajete en la maleta o en el corazón y esa receta de salsa molcajeteada la he preparado en China, en Japón, en Indonesia, en California, en Oregon, en Tucson.
Ya se saben la receta. El secreto está en buscar a ese molcajete viajero.
Nota al calce:
En una tienda Target, me encontré esos molcajetes que ven en la foto. Están hechos por una maquila colombiana. ¿Será?
Por 29.90 la pieza, me imagino que no se trata del molcajete perdido de la abuelita, pero algo hay de eso.
Piénsenle.
4 comentarios:
Siempre he disfrutado el como el escribe, pero esta vez "adorei" como dicen los brasileiros, disfrute al maximo la receta, prometo que te comprare un molcajete viajero, nada mas tu lo curas y lo picas. Vale!!
¡Obrigado Alexa! Gracias. No te preocupes, en la siguiente publicación pondré paso a paso cómo curar molcajetes... será una historia linda, porque implica un viaje al otro lado del mundo.
Beijos
Cris
Esa Cris!!! Pues paseando por blogges que tenemos en común te encontré y me dio mucho gusto, porque me encnataba leerte cuando tenía el Hi5 pero desde que lo aborté no sabía nada de ti. Veo además que me tienes posteada y te lo agradezco harto. Qué bonita historia la del molcajetito y es que las viejitas de todos lados son tan sabias... ojalá lleguemos a viejitas sabias y nos juntemos en una casa común a hacer salsita, tejer, coser, leer, comer y reirnos de la vida, sería lindo.
Besabrazos, Karim
Gracias Karim!!! Justo estaba a punto de leer tu blog. Llevo un rato leyéndolo y me pareec también muy ´bueno, me gusta. Gracias por leer el mío y estamos en contacto, no te me vas a perder, es que la mitad del año no estoy aquí. Te mando un beso.
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