A veces escribo. A veces nomas me da por moler

A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.

sábado, 10 de abril de 2010

Ulek-ulekan sang pengelana

Para Fitra y Dulce:

Prueba de que el amor puede ser preciso,

Igual que un ulekan que no es nada sin su cobek.

Mi cerebro se comporta a veces como uno de esos proyectores de diapositivas que usan carrusel. Veo algo proyectado por dentro de mi cráneo y al momento suena un clic discreto, seguido por el ruidero de artilugio mecánico y la imagen que se refleja en el dorso de mi mente.

Cuando vi por primera vez un ulekán escuché un “clic” a la altura de mi nuca.

Me acordé de la abuelita de Toño cuando de algún lugar de su pecho sacaba su molcajete diminuto, casi mágico.

Clic.

Con los mínimos ingredientes, esta mujer se ganó mi memoria.

Clic.

Sin intervención de esa cosa desabrida que sale de las franquicias que venden “bouritous” o de los miles de millones de supermercados del orbe: Ahí viene el molcajete, Muele, muele, muele. Ya está. En vivo y a todo color, en cualquier parte del planeta: Con una salsa mexicana tan auténtica como quien la prepara.

Si el cocinero es “chambón” no es mi culpa, yo sólo relato lo que he vivido y afortunadamente me he topado con amantes de la cocina, “bon vivants” que disfrutan del amor, como de las comilonas y hasta de una que otra dieta mafufa.

Clic.

Pero ¿Qué carambas es un Ulekán?

Un ulekan es la prueba de que el mexicano es una salsa de muchos moles.

Hace unos nueve años, fui a dar hasta Yogyakarta, Indonesia en la Isla de Java. O “Jodja”, pa’ los cuadernos.

No sé qué bicho sin autoestima me picó ese año, pero, a pesar de no estar completamente segura del noviazgo con Fulano, empaqué mis tres trapos, una botella de tequila y mil dólares ganados a pasto con mi primer trabajo como escritora fantasma.

Las minucias de ese viaje están todas contenidas en mi diario personal y debido a lo íntimo del mismo, no me atrevo a relatar mucho. (Sí, como no... Y la prueba de ello es que ahora estoy editando esta entrada.)

En un par de días, me encontré en Yakarta, rodeada de niños que me decían no se qué madres en Bahasa Indonesia y yo, con cara de perro perdido tratando de encontrar a Fulano en un aeropuerto del tamaño de la central camionera de Querétaro. [1]

Pasé una noche apestosa de tequila en la casa de cierto diplomático Español en Indonesia, gracias a la hija de este que era o es amiga de Fulano. No me acuerdo de su nombre, pero sí de sus resonantes apellidos: Melones Amor… o Amor Melones. Bueno, supongo que el orden no importa.

Estaba cansada. Sacadísima de onda, pero agradecida. Con mi buena disposición para todo magullada; pero tan pronto me cambié de ropa, la familia Amor Melones me preguntó lo que todos me preguntan cuando viajo al extranjero: ¿Sabes cocinar?

Pues sí sabía. Pero pelar camarones, picar jengibre y poner a cocer el arroz blanco no creo que sea lo que se espere de una mexicana.

Recordé la salsa de la abuelita de Antonio y ya con eso podría comenzar a lucirme con los cuates de Fulano.

Pero sin los instrumentos adecuados, cualquier salsa acaba por convertirse en un pico de gallo.

¿Hasta dónde llegaba el nivel de mi autoestima? Seguramente hasta el límite de mi curiosidad, y como esta es infinita, decidí que no habría más que aguantarme. Yo solita me había metido en eso.

Basta de darle vueltas.

Voy a relatar la historia de cómo fue que acabé cargando un pinche molcajete desde Java hasta el Distrito Federal.

No hay paciencia en los ojos del lector que sostiene en sus manos un monitor caliente en vez de un libro.

Pues sí. Fui a dar hasta Indonesia y en el ínter, acabé cocinando para medio mundo. Eso de ir a restaurantes y gastar un par de chuchulucos en una buena botella de tinto, es un don que posee Heath.

Fulano estaba casi en bancarrota. Y cómo no… teniendo una novia y una amante en cada país que visitaba, y no siempre eran la misma persona, debía de tener su cuenta de banco peor que la mía.

Ni siquiera en medio de la selva veracruzana, o en el noroeste de China me sentí tan ajena a la gente, la cultura o el idioma. Y eso que Fulano insistía que México e Indonesia son muy parecidos.

Igual y sí; pero con mi cara de chale con talibán y huasteca, y con los pelos pintados de morado, yo parecía provenir de Marte. Y así me trataron algunos.

Hasta que una textura familiar me trajo de vuelta a la tierra.


Ah, ¡qué amoroso encuentro! Estaba arrinconado en un mercado, con sus “hermanos” de todos los tamaños imaginables. Un Ulekan típico de Java.

¡Un molcajete sin patas!

Mocho, pero estable, con su tejolote; llámese Cobek, y toda la cosa.

No lo pensé dos veces antes de comprarlo, pero Fulano me preguntó cómo diantre iba a cargar con un pedazo de basalto todo ese tiempo.

-Ese es mi problema.

Y lo fue.

Pero estaba tan agradecida con el encuentro, que pude usar esas fiestas en las que Fulano se lucía conmigo preparando guacamole y la salsa molcajeteada de la abuelita de Toño.

¡Ah sí! Guacamole. Porque también hay aguacates en Indonesia. Sólo que esos son de los grandotes llamados Pagua, que se usan en las torterías aquí en México.

En indonesia los preparan licuados con azúcar, leche condensada y chocolate líquido.

En serio. Se llama jus alpokat manis. Busquen la receta y verán.

Pues peor es nada, así que con chiles (que también los hay y son serranos) algo de cebolla y ajo, el pequeño ulekan comenzó a trabajar tan pronto pagué por su rescate.

De Jodja a Jakarta y de allí, regresé a Tokio con todo y el molcajete mocho.

En Yokohama, que es un suburbio de Tokio, preparé un par de salsas a la familia de Keiko Fuji, otra amiga generosa de Fulano.

Los Fuji quedaron encantados con el plato, a pesar de que entonces el ulekan no estaba curado y cualquier cosa molida en él acababa con el esmalte de los dientes.

Regresé al Nuevo Mundo con el ulekan y varios regalos que me dieron los que probaron las salsas que hice allí. Todo se lo debo a ese pedazo de basalto.

No voy a afirmar que lo mejor de ese viaje fue el molcajete asiático. Pero ayudó mucho. Ya casi está curado porque el basalto javanés es más liviano que el mexicano. Lo uso de vez en cuando y es un orgullo personal. Con él me di cuenta de mi mexicanidad.

Denme un chile y les daré el sabor de mi patria. Un mortero basta, ya que los mexicanos somos eso: salsa de mortero.

No viajo con el ulekan. Quizá porque tengo la sensación de que en cada viaje a tierras exóticas me encontraré con algún mortero mágico, con su pilón y su historia lista para moler lo que sea.

En el área de la bahía de San Francisco, me he topado con toda clase de morteros, pero no me he animado a comprar uno. A lo mejor porque no es complicado encontrarlos. Hasta en Target los puede comprar cualquier hijo del Tío Sam.

Quién sabe. Tal vez me queda energía para cargar con otro piedronón de estos para seguir moliendo, con el favor de sus mercedes.


[1] No es que hubiera mucha gente en el aeropuerto, pero Fulano asumió que como la puntualidad indonesia rivalizaba con la mexicana, no tenía por qué recogerme a tiempo. Yo no poseía ni el idioma, ni un aspecto lo suficientemente occidental como para inspirarles ganas de alejarse de mí. Así que uno detrás del otro, se me fueron acercando un chingo de escuincles, de entre cero y doce años. Traté de ser amable en español y en inglés. Puse cara de “tengo prisa, no me molesten”. Nada de eso sirvió para alejar a la veintena de niños que ya me tenían hasta abrazada. Dicha táctica de mendicidad no es aplicada en México y me ha tocado vivirla en Indonesia y China. Llega el niño en cuestión y te abraza una o ambas piernas hasta que le das una moneda. Tan fácil como ello. ¡Pero no tenía ni un cuarto de dólar! Tampoco un dólar suelto. Tenía un titipuchal de billetotes y un puñado de pesos. Nada para darles. Y ni manera de rechazar a uno, porque venía otro niño a tomar el lugar del primero y así. Terminé caminando con dos de ellos cual botas y oliendo a tequila ya que, como era de esperarse, la botella chupó faros.

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