A veces escribo. A veces nomas me da por moler

A veces escribo. A veces, nomas me da por moler.

lunes, 28 de julio de 2008

Ya no hay gringotas

Ya no hay gringotas.
O de cómo mis complejos se han ido cambiando de lugar.

Una de las cosas que más me sorprendió de esta visita, es que ya no hay gringotas.
Es decir.
Para ser mexicana, me defiendo con el asunto de la estatura; estoy apenas un centímetro arriba de la estatura femenina promedio en el país.
Esto me saca de apuros en los peseros, sin embargo me traumatizo un poco durante la pubertad. Mi primer novio en la primaria apenas me llegaba a la altura de los ojos, desatando chistes crueles que entre otras cosas, motivaron la triste primera ruptura amorosa. Situaciones como esa dejaron de repetirse, ya que una hepatitis llegada justo el último año de mi adolescencia le dio al traste a mi desarrollo y me quede en un metro con sesenta y un centímetros de altura y un peso promedio de cincuenta y tres kilos.

Mi estatura no seria problema en México si el PIB (Producto Interno Bruto) me pelara en fiestas, reunioncillas, patios de escuela, parques, antros o cafés de moda y demás sitios donde todo mundo liga.

Sea karma o de plano alguna triquinuela del subconsciente, pero los únicos brutos que me pelan, son extranjeros o hijos de extranjeros.
Esta situación me transformó automáticamente en la “novia de bolsillo” de los cuantos que (no al mismo tiempo) tuvieron la fortuna de conocerme.

Ahora bien: de toda la bola de noviecitos que he tenido, dos y medio son norteamericanos. Lo cual ha despertado sospecha de malinchismo; aun cuando he salido, sin motivar comentario alguno con respecto a mi aparente preferencia, con españoles, argentinos, uruguayos, italianos; un boliviano y un francés que esta muy orgulloso de ser además, mitad ucraniano.

-Pinche china, tú no aprendes-. Me dijo un día el Pollo cuando anuncié que estaba saliendo, de nuevo, con un norteamericano.

Repito: no son, ni tarugadas malinchistas, ni un gusto en particular por los norteamericanos, ni que me guste el idioma Ingles (el cual me caía en la punta del hígado cuando tuve que aprenderlo a punta de ceros y seises gracias a la Miss Clementina y que ahora me cae simpático gracias a Borges, Marvel Comics y David Sedaris)

El Ingles acabo por convertirse en mi segunda lengua gracias a que he hecho 4 viajes al país del norte y uno a Hong Kong.

La primera vez tenia apenas 13 años y ya me sentía muy grandota. Como dije, la mayor parte de mis conquistas pre púberes eran al menos diez centímetros mas chaparros que yo. Aun así, no iba en plan de ligue, aunque ya tenía las hormonas en su lugar y más o menos estrenadas con Miguel, mi ex novio mitad norte americano; de allí eso de “dos y medio norteamericanos”. (Aclaro que no fue mi primer novio, el primero fue –a lo mejor no lo supo o no se acuerda- Jorge Wong, quien a juzgar por el apellido, es mitad o al menos un trozo, chino.)

Lo primero que me sorprendió fue el enorme tamaño de las chicas de mi edad y sus tremendos bustos bajo las ropas adolescentes. Yo no usaba ni siquiera brassiere de entrenamiento. ¡Es más! A la entrada de Disneylandia, me dieron un pase infantil (Valido para niños de 0 a 9 anos) y hasta me regalaron un reloj de pulso con todo y su Mikey Mouse. Indignada, pero satisfecha con el regalo, me seguí como si nada durante mi estancia en la tierra donde nacen los sueños y disfruté más que las escuinclas chichonas cuanto juego infantil se me topo enfrente, ya que mi estatura siempre me abrió las puertas.
Me divertí como enana…
Días más tarde me sorprendí aun más cuando, a pesar de no poseer los atributos supra normales de las chicas de mi edad, lo primero que me sucedió al llegar a San Francisco, fue que un mugroso viejo rabo verde, sospecho que italiano a juzgar por su acento, me pego la primera torteada de mi vida justo sobre Powell Street, a las afueras del Barrio Chino.

Nunca jamás, en todos mis años en la ciudad de México, un sólo viejo cochino ha siquiera intentado acercarse a mi, menos aun meter mano en salva sea la parte. Es más, apenas hace unos cinco años, me han comenzado a llover peladeces.

A partir de entonces, me di cuenta que mis huesitos llaman la atención de los extranjeros, a medias o de adeveras; a pesar de parecer más joven –Y de ser, por supuesto mucho mas chaparra y flaca- que el resto de las mujeres que conviven con estos sujetos en sus países de origen.

Doce años más tarde, de nuevo tuve la sensación de estar fuera de lugar o por lo menos de altura.
Al llegar con Fulano a Tucson y más tarde a Oregon y Washington, la enorme estatura de la mayor parte de las mujeres allí, me dejo súper acomplejada.

Mi cabeza quedaba invariablemente a la altura de los sobacos de medio mundo. Aunque afortunadamente, si hay humanos sangrones para eso de la limpieza corporal, esos somos los americanos –Americanos como en “Todos los de este Continente”- O sea, desde Alaska hasta la Patagonia.

Además de permanecer invariablemente tapada del huesito hasta la nariz debido al frío; más que una “exótica novia latina”, parecía una almohada con patas.

Por primera vez en mi vida, me di cuenta que la adolescencia no me había tratado tan bien como a las muchachas tanto de Tucsón como de Oregon, sino que aun a pesar de mis complejotes y mi busto 34 B y mis patas flacas, (que no se notaban bajo los chamarrones, claro esta) nunca tuve problema en caer simpática y aun más, dejar a mi paso una buena bola de piropos.

Ellas me dejaban acomplejada y ellos me hacían preguntar qué tienen de malo las mujeres norteamericanas que tanta labia provocan entre mis compatriotas.
Jamás escuche a un norteamericano decir: “grandota aunque me pegue” o “güera, si me muero ¿quién te encuera?”

Estas son las ideas con las que me quede, sin comprobar o rechazar; por acomplejada, en ese viaje:

A los mexicanos les gustan rubias y grandotas a secas. (La palabra “aunque”, en el consabido piropo, aclara que si a uno le gustan las guerotas grandotas, poco importa o no queda más remedio que dejarse maltratar.)
A los norteamericanos no les gusta que les peguen.
A los norteamericanos no les da por aprender piropos mexicanos.
A ambos les gusta, por puro instinto humano, el sabor de lo exótico.
O de plano, a los norteamericanos les gustan las mujeres delgadas, morenas y chaparritas que no se parecen, para nada a sus paisanas.

Al ser mas alta que la mayor parte de mis amigas y parientes, la estatura no representaba para mi un tema de conversación habitual, y menos un tema digno de ser revisado; pero una segunda visita con Fulano a sus tierras, además de aburrida, resultó poco productiva para mi –históricamente asumida- falta de autoestima. Después me di cuenta, al pasar el tiempo –y las infidelidades de Fulano - que este no era sino, lo que Heath llama, un “Sexual Refugie” (Refugiado Sexual) Como sus compatriotas no lo pelan (o si lo pelan no lo sé), se va de viaje al tercer mundo, donde su appeal, resulta de verdad sex appeal.

En esta, mi cuarta visita a los Estados Unidos, fue que note un cambio muy particular; para decepción de todos los que dicen “gringos no, gringas si”.

Ya no hay guerotas.

No se si se debe a que en California, y particularmente en la zona de la bahía de San Francisco, hay una gran multitud de personas que se niega a permanecer amarradas a un solo gueto. El mestizaje es mas común entre los locos californianos y gracias a sepa que dios, si de chile, mole o de manteca; la gente parece mas alivianada –y ocupada- que los compadres de Oregon, Arizona y Washington.

A lo mejor es cosa de irse moviendo al norte o al este, para que la gente comience a alargarse y decolorarse, cosa que lo dudo a juzgar por el tamaño tan alto, como siempre, de los hombres, gueros o del color que se antoje que hay en toda California.

Con piropos o al menos miradillas veladas gracias a que voy acompañada, sigo sin tener problemas para llamar la atención en Estados Unidos, pero en esta ocasión, mi estatura, o aun, mi talla, no parece de Liliput.

Cosa de Karma, tal vez; Heath es parte italiano (por aquello del viejo cochino que me torteo hace 18 años en esta misma ciudad) Aunque en aquel entonces, Heath era un jovencito –casado, ¡que bruto!- pero jovencito; que para nada andaba por allí agarrándole el culo a inocentes y flacuchas niñas de trece años.

Cuando lo conocí en México, tenía el pelo castaño; pero al contacto con el sol de California, hasta las pestañas se le han ido aclarando. A veces lo miro y le digo: “Disculpe, ¿ha visto a mi novio? Es un joven muy parecido a usted, pero castaño”.
Esta broma racista le cae en pandorga.

Casi todas las mujeres que he conocido, son del mismo vuelo que yo. Centímetros más, centímetros menos. Con excepción de Z, que es un mujeron creo que más alta que su propio marido, y que sospecho, su sangre tiene un mucho de Europa del Este: muy al norte y muy a este.

De esta visita, hasta ahora; no he tenido tiempo de aburrirme como me ocurrió en la visita anterior. Y mi auto estima, asumida –ya se sabe- pero restaurada, esta más conforme con esta otredad californiana.

Ya no hay guerotas. Bueno, si las hay, pero las que me acomplejaban desaparecieron junto a mis pendejadas.
Como en todo, la idea es mantener a la vista los errores de carácter que provoquen comentarios racistas como “Ya no hay guerotas…” y, como el Pollo, repetirme de vez en cuando: “Pinche China, tú no aprendes”.

Cristina Alvarado
Mayo de 2006
Orinda, California

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