II
He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
y atracado en cien riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,
y pedantones al paño
que miran, callan, y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan a dónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.
Soledades. Antonio Machado
Una de las cosas que me han dado cierto nivel de identidad es el encontrarme en el rostro del otro estando en el extranjero.
Cocinar durante mis viajes me ha ayudado a comprender que el viajero es curioso y que despierta curiosidad. En otros tiempos, viajar era mucho más arduo; por lo tanto los viajeros empedernidos además eran calificados de valientes.
Pero me doy cuenta que es igual de valiente ser un viajero varado en su lugar de origen o en algún otro puerto. Y también está el hombre sencillo que no viaja, pero que vive feliz en su mundo interior, sin que la intromisión del otro le afecte. Sólo los hombres sencillos no se sienten afectados por nadie.
Pero otros no tenemos tanta sabiduría y necesitamos salir al mundo para sabernos humanos.
Porque al cambiar el punto de vista después de usar las veredas, el viajero reconoce que su identidad no se encuentra en su bandera o en su pasaporte, sino en su corazón.
La primera vez que pensé en eso fue a principios de los 80’s.
Mi abuela daba alojamiento a estudiantes y becarios chinos inscritos en programas de intercambio por parte de la Embajada China.
Aprendí mucho de ellos, sobre todo aprendí a respetar espacios privados, lo cual no era sencillo ya que hasta entonces, creía que nadie tenía derecho a vivir en mi casa si no era de mi familia. Di muchos traspiés, cometí muchas faltas de respeto, insulté mucho y con ganas. Me sentía invadida.
Al poco tiempo y a punta de tertulias, comidas y horas de convivencia, me di cuenta que me estaba convirtiendo en una mejor persona con ellos en mi vida.
Fueron la Señora Fú, la señora Liu, la señora Xu Yin y Li, los que me enseñaron a amar a China; no sólo a mis abuelos y bisabuelo.
¿Por dónde entró el amor?
¡Claro!
Por el estómago.
En un acto de prestidigitación, lo que parecía complicado en el Wu I Lan, en la cocina del condominio Insurgentes se convertía en los platos más sorprendentes.
Era un acto de amor verdadero oler esos aromas, entablar esas pláticas, escuchar esa música.
Luego, con esa mentalidad, llevé conmigo el conocimiento no de recetas, sino de flexibilidad. Si ellos podían convertir una taza de harina en los tallarines más deliciosos y un simple palo de escoba, en el rodillo más eficaz, yo también podía adaptarme con lo que fuera.
Así pude hacer algunos platos, como quesadillas con harina de maíz… palomero, por ejemplo.
Así pude encontrar en mesas ajenas el mismo color de mi identidad
Así aprendí a querer y respetar al que me tiene miedo, convirtiendo en paz, lo que asomaba una disputa.
Y sigo en eso.
Sólo que hoy, a finales de esta primera década, apelo a esa misma paciencia aprendida de mis amigos extranjeros y de mi propio yo como extranjera, para comprender ese cúmulo de “valores” que ahora me parecen repugnantes:
El chovinismo, la xenofobia, el racismo, etnocentrismos y nacionalismos varios.
Cuando veo cómo algunos conocidos (jamás los tomaría por amigos) vuelcan su frustración contra los inmigrantes, en especial contra los inmigrantes chinos, sudamericanos y norteamericanos en México, se me revuelve el estómago.
Esa nausea es porque yo sé que al odiar al otro, se odia a uno mismo.
Incluso he visto que esos mismos sujetos, aún mostrando la huella de muchas “razas”, se ofenden al ser llamados “indios”. Es más, conocí a un biólogo “orgullosamente mexicano” que dice que ni siquiera somos todos de la misma especie. Que las razas humanas en realidad son especies distintas.
(Santo Dios)
Estamos enfermos de odio.
Como siempre, la prevención de una enfermedad requiere una inversión de tiempo y disciplina.
El remedio, en cambio es rápido, pero caro.
En este caso la enfermedad es la raíz del chovinismo (por nombrar a un solo “ismo”) La cura es poder viajar: migrar y convertirse en minoría.
Es un remedio caro, pero he visto que funciona en mentes que tienen la tendencia a la bondad y la belleza.
Y en quien no funciona. Como el caso del típico turista mexicano que a una semana de estar fuera de su patria, clama por un pozole en tierra ajena; bueno, supongo que no hay mucho por hacer mas que sentir compasión o lástima.
Sólo un viajero lleva en el corazón las recetas de su patria, y no lo hace por añoranza, sino por el simple gusto de compartir su cultura.
Entonces nace la identidad, porque se topa con la identidad del otro y de ello, nace por un pequeño instante La Paz.
Buen viaje y feliz año nuevo a los viajeros de buena voluntad.
|